Nueva York después del 11 de septiembre de 2001. James y Jamie constituyen una pareja homosexual en crisis. Jamie quiere introducir una tercera persona en la relación y de mutuo acuerdo —»la monogamia es para heterosexuales», trata de justificarlo James— se ligan a Ceth en un bar de encuentros eróticos llamado Shortbus. Pero antes buscan ayuda de Sofía, una terapeuta sexual —»asesora de pareja», prefiere ella— que curiosamente nunca ha experimentado un orgasmo, a pesar de que Rob, su marido, presuntamente trata de satisfacerla desde su lejanía afectiva. Por sugerencia de ambos pacientes, Sofía también acude a Shortbus y allí conoce a Severin —quien realmente se llama Jennifer Aniston, como la actriz—, una dominatriz que nunca en su vida ha sido capaz de mantener una relación afectiva. Tales son los personajes de La última parada («Shortbus»), segundo largometraje de John Cameron Mitchell, cineasta neoyorquino que ha asumido la militancia homosexual en su vida como ciudadano y que la expresa en una película que pretende ser un drama intimista y termina siendo una comedia epidérmica sobre la soledad y la inafectividad. ¿Qué es lo que diferencia este film sobre otros del mismo tema homosexual? En principio, la escenas de sexualidad explícita y, en segundo término, la proclamación de la homosexualidad como única solución para las relaciones amorosas de cualquier ser humano. Dos factores discutibles en los planos estético y emocional.
Más allá del impacto que generan en el público las primeras escenas sexuales, la historia de La última parada remite a la vida solitaria de unos seres humanos que habitan anónimamente la urbe donde todo se puede. Son seres en crisis ellos mismos y con sus parejas reales o potenciales. Lo que queda claro —desde el principio y a medida que avanza la historia— es que no existe la felicidad heterosexual. James y Jamie pregonan que sólo se puede encontrar la satisfacción emocional en la relación homosexual, a pesar de que uno de ellos intente el suicidio. Sofía, por su parte, descarta la relación con un hombre como forma de alcanzar el orgasmo. La encuentra, en cambio, primero por la vía autónoma, es decir, la masturbación, y luego a través de la relación bisexual. La dura Severin, por su parte, deja de encontrar placer en el acto de azotar a hombres para derretirse con la ternura de Sofía. Un poco más allá, Ceth, el amante de James y Jamie, llora de emoción cuando conoce en Shortbus al anciano que ha sido alcalde de la ciudad. Rob, el esposo de Sofía, hace sus propios hallazgos en el bar con otros hombres. Es decir, estamos ante una especie de cine de tesis a favor de la relación gay, aunque dramatúrgicamente no haya mucho asidero argumental. Ese determinismo del sexo de mismo género intenta explicar la conducta de los seres humanos de forma unívoca, como especie de proclama del movimiento gay. Pero se queda en la proclama.
Lo que reina en el relato es una suerte de espíritu de secta que abreva en las fuentes del bar Shortbus, nombre que curiosamente ha sido tomado de la denominación de los pequeños autobuses escolares que se usan en los Estados Unidos para niños especiales. Un paralelismo que no es azaroso. Pero más allá de ese intento de determinar la condición de especial, fallida a mi juicio, los moradores del bar pasean sus soledades con un desdén preconcebido, participan en orgías, establecen nuevas relaciones, cantan, bailan, seducen y pretenden ser felices. A ratos pareciera la ilustración cinematográfica de los usos y costumbres del universo homosexual urbano. Filmada con muy escaso presupuesto, La última parada se fundamenta en algunas escenas eróticas para llamar la atención del espectador e, incluso, para chocarlo de manera adrede y hasta con cierta intención política. Por ejemplo, cuando James, Jamie y Ceth cantan el himno de los Estados Unidos mientras fornican. Los gays también son patriotas, es el mensaje de John Cameron Mitchell, en plena época de George W. Busch.
Tal vez el personaje más desarrollado sea el de Sofía por su condición de «normalidad», es decir, por su original condición heterosexual que deriva poco a poco en el descubrimiento de su cuerpo, primero, y en el vislumbramiento de otras relaciones, después. Además, ella es de origen chino-canadiense, o sea, pertenece a otra minoría en el inmenso meltpot estadounidense. Interpretada por Sook-Yin Lee, de origen coreano, Sofía evoluciona de forma más completa, con sus dudas y contradicciones. En cambio James (Paul Dawson) y Jamie (PJ DeBoy) sólo mantienen su conflicto extendido, incomprendido y diversificado hacia otros hombres. Severin (Lindsay Beamish) es el personaje menos desarrollado y menos conocido. El más esquemático.
La última parada permanecerá más en la memoria del público por sus escenas sexuales explícitas que por las fortalezas dramáticas de su historia. John Cameron Mitchell confeccionó una película destinada a impactar en festivales de vanguardia y en los círculos homosexuales, pero que no logra romper la barrera de la discriminación real que los gays padecen en nuestra sociedad. Simplemente construyó su propio gueto. Es una opción personal muy legítima pero tal vez no sea suficiente como expresión cinematográfica.
LA ÚLTIMA PARADA («Shortbus»), EEUU, 2006. Dirección y guión: John Cameron Mitchell. Producción: Howard Gertler, Tim Perell y John Cameron Mitchell. Fotografía: Frank G. DeMarco. Montaje: Brian A. Hates. Música: Yo La Tengo y Scott Matthew. Elenco: Sook-Yin Lee, Paul Dawson (James), Lindsay Beamish (Severin), PJ DeBoy (Jamie), Raphael Barker (Rob), Jay Brannan (Ceth), Peter Stickles (Caleb), Alan Mandell, Adam Hardman, Ray Rivas, Bitch, Shanti Carson, Justin Hagan, Jan Hilmer. Distribución: Cinematográfica Blancica.
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