
El viejo puerto de Montreal de noche (Foto de Rafael Salvatore)
Algunas ciudades nos decepcionan apenas las conocemos. Otras encajan a la perfección —ni más ni menos— con las imágenes e ideas que de ellas tenemos. Pero hay ciudades que logran superar totalmente nuestras expectativas. Así es Montreal. Una sorpresa. Un hallazgo. Un maravilloso descubrimiento.
Desde mediados de los ochenta, cuando tuve el privilegio de conocer San Francisco, en la costa oeste de Estados Unidos, ninguna otra ciudad de América del Norte había logrado fascinarme de tal manera. Lo primero que me asombró es su condición de isla. Si, Montreal es una gran isla a orillas del río San Lorenzo y alrededor de la cual se extienden otras más pequeñas, que en los últimos años se han transformado en elegantes urbanizaciones residenciales. Yo tuve la oportunidad de quedarme en una de ellas, la Isla de las Monjas, y disfrutar de sus inmensos y cuidados jardines, de sus caminerías al borde del río, de sus lagos repletos de patos y nenúfares. El paraíso como entorno cotidiano, ni más ni menos.
Pero a pesar de que el agua y el verde están por todas partes, Montreal no tiene nada de bucólica. Es la ciudad más grande de la provincia de Quebec y la segunda más poblada de Canadá, después de Toronto. En su zona central destacan altos edificios transparentes de cristal y enormes avenidas la cruzan de norte a sur, de este a oeste. Lo curioso es que, a pesar de esto, no resulta agobiante, ni ruidosa, ni hostil. Todo lo contrario. Es una ciudad manejable, pulcra y educada, donde se privilegia al peatón. Así como lo leen. En Montreal, especialmente en las zonas residenciales, el peatón es el rey y los carros simples súbditos que se detienen de inmediato, como si de un dispositivo automático se tratara, apenas se pone de manifiesto la intención de cruzar una calle o avenida.
Ese respeto, esa cortesía, esa actitud considerada hacia el otro, se traduce en muchos aspectos de la vida cotidiana del montrealés. Por ejemplo, en la atención de los empleados de tiendas y restaurantes, en el genuino interés por ayudar al turista extraviado o simplemente en detalles como desearle a uno, al final de una conversación, que tenga un buen día, que la pase bonito.
Y eso que tienen motivos para estar de mal humor.
Según me contaron durante mi estadía, el gobierno les quita a los trabajadores casi la mitad del sueldo en impuestos. A eso hay que agregar un odioso 15% por cada compra que se hace y el pago de entrada para prácticamente cualquier cosa –iglesias, museos- que uno quiera visitar. Por otro lado hay reglas muy estrictas que norman la vida canadiense en todos los sentidos, desde el tránsito (estacionarse en la calle, por ejemplo, puede convertirse en una auténtica pesadilla. Además el transporte colectivo es tan eficiente y puntual, que no vale la pena aventurarse a recibir una multa) hasta un simple baño en la piscina de cualquier edificio. Sin embargo, nada de esto afecta negativamente la cortesía, la sociabilidad y sensación de bienestar de la gente , que ve recompensado su esfuerzo al gozar de los beneficios de una ciudad que las autoridades cuidan con esmero, que se atiende hasta el último detalle, donde uno siente que todo funciona a la perfección. Cuando uno conoce Montreal y Canadá en general, enseguida entiende que la calidad de vida tiene un precio, cuesta, pero vale la pena pagar por ella.
TOQUE EUROPEO
Montreal es gentil, ya lo hemos dicho. Pero también es chic, elegante, con una belleza para nada estridente, en la que armonizan arquitectónicamente lo antiguo y lo contemporáneo. La influencia europea se respira en todas partes, comenzando por el idioma oficial que es el francés; también la inglesa, aunque en menor medida que en otras ciudades como Ottawa, la capital. No en balde es considerada la ciudad más europea de América del Norte.
Aproximadamente 84% de la población es católica y eso explica la cantidad de iglesias que se extienden a lo largo y ancho de la ciudad. Una de las más importantes es, sin duda, el Oratorio de San José, la más grande de Canadá, con una enorme cúpula cuyas dimensiones han sido solo superadas por la Basílica de San Pedro, en Roma. Otro recinto religioso muy frecuentado es la Basílica de Notre Dame, con su estilo neogótico, sus tesoros de arte sacro y su altar espectacular que durante las noches se ilumina con un juego de luces que maravilla a locales y turistas.
La basílica está ubicada a unas cuadras del Viejo Puerto, un lugar que ha sido acondicionado para el disfrute del peatón. Allí se puede pasear, comprar souvenirs o comer en alguno de los pintorescos restaurantes que lo circundan. Cuando lo visité, a finales de junio de este año, era también el mirador ideal para un festival de fuegos artificiales donde cada sábado, un país diferente, hacía gala de sus malabarismos pirotécnicos. También prestaba parte de sus espacios para el despliegue de las carpas del Cirque du Soleil (Circo del Sol), la famosa compañía circense de Montreal.
A los que tengan la dicha de ir algún día a Montreal en verano, también les recomendaría que se acercaran al mercado de Atwater, al que se le llega fácilmente en metro. No sólo es un lugar pintoresco, repleto de frutas exquisitas y rodeado de viveros rebosantes de flores multicolores, sino que a dos cuadras de allí se pueden alquilar bicicletas, por una hora o por todo el día, y realizar paseos fabulosos bordeando el Canal de Lachine hasta llegar al Viejo Puerto. La ruta es muy segura y divertida, porque se atraviesan puentes, parques y durante el trayecto uno se puede parar donde quiera a descansar o a hacer picnic. Más sano y romántico, imposible.
A RITMO DE JAZZ
Caminar, trotar, montar bicicleta, pasear en kayak, asolearse en los parques, comer, beber y conversar en algún restaurante griego, ruso o italiano de las bohemias zonas de Saint Denis o Saint Laurent, muy parecidos al Village y al Soho neoyorquinos. La gente de esta ciudad cosmopolita vive a plenitud un verano que, por lo corto —apenas dura, con suerte, tres meses— debe aprovecharse al máximo, intensamente, a manera de fiesta colectiva.
Otro de los escenarios favoritos en esta época del año es el Parque Mont Royal, zona verde emblemática de la ciudad, desde cuya altitud se puede disfrutar una de las panorámicas más bellas de la isla. Cabe destacar aquí que el nombre de Montreal, es la versión arcaica simplificada de Mont Royal. Por sus jardines corren y trepan ardillas amorosas que comen directamente de la mano de los visitantes, y también se dan cita los percusionistas que los domingos transforman rítmicamente el apacible paisaje con sus toques o Tam Tams, como allá se les llama. Esa atmósfera cambia radicalmente en invierno, cuando el lago se convierte en pista de patinaje y las montañas en toboganes para deslizarse en trineo.
Pero sin duda es el Festival Internacional de Jazz de Montreal el evento que cada año expresa en todo su esplendor el espíritu del verano, desde finales de junio y hasta los primeros días de julio. El festival se desarrolla en una zona conocida como Plaza de las Artes donde hay varias salas de teatro para los espectáculos pagos. Pero la gran celebración es en la calle, cerrada al tránsito automotor durante los días que dura el festival, y donde cada año coinciden miles de personas de todo el mundo y de todas las edades. Les confieso que fue una experiencia deliciosa aterrizar cada tarde por allí y detenerse alternativamente frente a cada una de las tarimas dispuestas al aire libre para escuchar —¡gratis¡ — músicos de altísima calidad, mientras disfrutábamos de una copa de vino o una cerveza bien fría. Otra sabrosa diversión era curiosear en cualquiera de las tienditas temporales dispuestas especialmente para la ocasión en las que se consiguen discos, franelas, bolsos, gorras y todo tipo de recuerdos alusivos al festival.
El Festival Internacional de Jazz de Montreal es una institución de prestigio a nivel mundial y este año, con motivo de celebrar su 30 aniversario, ofreció un cartel de lujo, ecléctico, con figuras rutilantes del mundo musical como Steve Wonder y la dupla Wynton Marsalis y Chano Domínguez —quienes inauguraron por separado el festival el martes 30 de junio, bajo una lluvia torrencial—, Al Di Meola, Tony Bennett, Joe Cocker, Chucho Valdés, Dave Brubeck y Al Jarreau, por mencionar algunos. Pero también fue gratificante descubrir el talento de una nueva generación de grupos e intérpretes de diferentes partes del mundo. Particularmente me encantó el sonido íntimo y envolvente del guitarrista, cantante y compositor argentino Federico Aubele, residenciado desde años en Estados Unidos. También la propuesta de los holandeses de Room Eleven, lúdica y divertida. Y qué decir de Nikki Yanovski, una chica canadiense de apenas 15 años que canta al mejor estilo de las grandes divas del jazz. ¡Qué maravilla!
Para seguirle exprimiendo el jugo al verano, en cuanto terminó el FIJM, comenzó el Festival de Blues de Tremblant, preciosa localidad a una hora de Montreal que en invierno se convierte en una elegante estación de esquí y apenas unos días antes de regresar de nuestro viaje, ya las calles se estaban preparando para el Festival de la Risa, en el que figuraban invitados de la talla de los cómicos norteamericanos Bill Cosby y Whoopi Goldberg. Para los meses de otoño, serán la danza y el teatro los que ocuparán buena parte de la variada agenda cultural de la ciudad.
Montreal, amigos lectores, podría ser el paraíso si no padeciera uno de los inviernos más rigurosos del norte. Los latinos que allí han emigrado en busca de las ventajas del primer mundo, con la suerte además de contar con la hospitalidad de los canadienses, (a quienes, dicho sea de paso, les encanta nuestro idioma y nuestra música), narran casi titiritando los avatares de la vida cotidiana a partir de noviembre, cuando las calles prácticamente desaparecen bajo toneladas de nieve y las temperaturas más bajas pueden llegar a 30 grados bajo cero. Pero a eso también le han encontrado solución nuestros organizados y creativos montrealeses, al diseñar lo que se conoce como la ciudad subterránea: 30 kilómetros de corredores peatonales bajo tierra que permiten conectar estaciones de tren, de metro, restaurantes e infinidad de centros comerciales, donde los peatones pueden seguir disfrutando las bondades de la ciudad sin sufrir las inclemencias del clima. Con estilo, con gracia, sin estrés.
A la manera de Montreal.
Excelente comentario con datos importantes para disfrutar en un viaje.
Gracias por el nivel de detalle