Que el mandamás dictador militar comunista, pise una alfombra roja donde se consagran los buenos actores, al fin y al cabo no es una de tantas contradicciones que se han soportado con demasiada paciencia durante una década, porque dependiendo del traje y de la estudiada mímica, pero directamente de la oportunidad específica, el interesado puede lucir angelito de los dioses, gerente socialista del siglo veintiuno, llanerazo gentil o gorila tropical de los bananeros, en fin, todo un candidato posible a ganador del premio Oscar para la excelencia en representar lo macabro de una realidad ensangrentada que luce paradisíaca ficción.
Mientras tanto, una guerra civil no declarada oficialmente, pero fáctica, tiñe de colorado el suelo venezolano. Una contienda fratricida que se manifiesta en especial los fines de semana con cifras espeluznantes, nunca antes alcanzadas, de asesinatos en sus más perversas causas y modalidades, Y sin dudas, se trata de una forma de la llamada guerra civil, porque es entre hermanos de la misma patria, en la mayoría de los casos, el atacante de su vecino, familiar, enemigo, pasante o buscado, es una persona sorprendida, inocente, inerme. Pero abundan los casos llamados ajustes de cuentas. Y todos, víctimas y victimarios portan cédula criolla o residen aquí.
Por otra parte, hay la guerra cívico militar, esa sí oficialmente declarada al mejor estilo imperialista totalitario, cuando se le ordena a la Guardia Nacional y a la Policía, cuya mayoría de componentes proviene de los sectores más humildes de la población, que ataquen a marchistas pacíficos, muchos de los cuales pueden ser hermanos en el sentido más sanguíneo de la expresión, con gases tóxicos y demás implementos , falta muy poco para el uso directo de armas netamente bélicas como fue ordenado durante el Plan Ávila del rojísimo 11 de abril. Ya es hora, ciertamente, de ponerle su nombre a las cosas, y conviene, porque si no se le aplica el criterio de concepto a las ideas, a las percepciones, se corre el riesgo de pisar alfombras rojas de la banalidad cómplice, cuando los mismos conciudadanos reciben premios y honores mundiales, sin jamás mencionar en esas ceremonias de tanta proyección que el país al que se representa está a la deriva, víctima del hambre, la persecución y la injusticia.
Sería maravilloso que el señor Oliver Stone pasara por esta ensangrentada tierra dejando abierta su célebre cámara, sin comentarios, para que al fin le hiciera recto honor a su cuestionable fama por algunos de sus trabajos anteriores, pisara gratuitamente y sin formalismos, una auténtica, oscurísima alfombra escarlata, hecha de asfalto, barro, sudor y muchas lágrimas.
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