casi muerte y casi piedra,
mugieron como mil siglos
hartos de pisar la arena.
Federico García Lorca
El ambiente huele a macho, suena a macho; mezcla de ron y cigarro, mezcla de golpe llanero y cerveza. Pero por sobre esos olores, como viniendo de un tiempo primigenio, se destaca, neto, el olor de la boñiga, el bucólico olor de los campos. Ese olor de las cosas naturales por el cual la nariz se dilata como si quisiera absorber, de un solo golpe, la edad en la que el hombre sabía a través de su olfato los cambiantes colores del tiempo. Ese olor a tierra y a siembra que la nariz agredida por el anhídrido carbónico ha relegado a algún lugar de la memoria y que vuelve, como ahora, para despertar el ansia recóndita de un paraíso en el que —dicen— el hombre y el animal vivían en armonía.
El ojo dilatado por el espanto, el belfo babeante, el cebú se aprieta contra la cerca, agacha la cabeza. No quiere lidia. ¿Por qué esa insistencia del hombre en enfurecerlo? ¿A qué los gritos, el ensañamiento? Y los caballos, esos congéneres cuadrúpedos, ¿del lado de quién están? Los jinetes lo cercan, lo acosan obligándolo a andar por un corredor sobre el que se inclinan, el rostro desaforado, hombres y mujeres. No quiere lidia. Está cansado. Escapa a su rudimentaria percepción la sinrazón del proceder humano. Una línea negra, sobre la piel aterciopelada y beige, delinea un ojo de perfil egipcio.
La pica se incrusta en sus partes sensibles y él reacciona un instante; demasiada desventaja hay en esa lucha para la cual no fue preparado. ¡Ah, los toros de Murcia son otra cosa!, nacen para matar o morir, se juegan, los cachos afilados, su vida contra la del hombre que, detrás del paño rojo en movimiento, los excita. Pero estos tristes, cansados, mansos cebúes no nacieron para eso. En la estrechez de su testuz sólo cabe la coyunda domesticadora del arado o la pasiva tarea de pacer en los campos olorosos a viento y libertad. Pero antes, cuando ya se aproxima la hora de encaminarse al matadero, viene ese simulacro de fiesta brava, esa indigna faena que antes de la muerte le desgarra los músculos y lo hace dar con sus 500 o 600 kilos por tierra para que de las gargantas roncas por el ron brote el grito salvaje.
Quiere huir y choca una y otra vez contra la cerca. Una oreja se le desgarra, sangra. Obnubilado por el dolor ataca por primera vez. El jinete cae, se adhiere al suelo sucio de vasos y papeles, se aplasta contra la tierra. Noble hasta avergonzar al género humano, el cebú golpea el suelo con sus pezuñas, pero no avanza. Si el hombre se mueve él se agita, siempre acosado por los caballos que intentan distraerlo. Pero no embiste. Sabe, oscuramente sabe, que esos cientos de kilos que lo habitan tendrían apenas para unos segundos sobre ese cuerpo que, a sus pies, simula la muerte. Noble, no embiste. No devuelve —la Ley del Talión le es ajena— mal por mal. Finalmente se aleja, siempre contra la cerca, para recorrer a la inversa el corredor estrecho, los gritos, los rostros desaforados, la pica en sus partes sensibles. No quiere lidia. Los gritos de la chusma le son indiferentes. Quiere volver al redil, sentir la tibieza mansa de sus hermanos, rumiar para sí su cansancio.
Los hombres —modernos vaqueros con blackberry— beben y botan a la manga los vasos de plástico. Único tributo para quienes, antes de pasar a la mesa acompañados de plátanos y arroz, deben divertir al homo sapiens. En las corridas, a los toros bravos que venden caro su vida, por lo menos se les arrojan flores.
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