Las revoluciones árabes de los últimos días se sustentan sobre cuatro pilares. Ellos son:
-Los sectores medios urbanos hegemonizados por grupos juveniles integrados a la modernidad digital de nuestro tiempo.
-El ejército nacional pan-arábico que funge como puente de transición hacia un nuevo e indefinido orden político y social.
-Las organizaciones y cofradías islámicas, encaramadas a última hora en el carro revolucionario.
-Las masas urbanas y rurales empobrecidas por un socialismo de Estado centralizador, monopólico y excluyente.
1.
Antes de concentrarme en los que aquí llamo “cuatro pilares de la revolución” es importante destacar que las que están ocurriendo en el mundo árabe son las primeras revoluciones del siglo XXl.
Escribo que es importante destacar que son las primeras pues hay algunos gobiernos de notorias tendencias dictatoriales —sobre todo en Sudamérica— autodenominados revolucionarios pero encuadrados en la más estricta tradición antidemocrática, ruralista, populista, caudillista y militarista. Esas revoluciones impostadas no son, en verdad, más que simples involuciones, o dicho de modo más preciso: recaídas antidemocráticas hacia estadios decimonónicos de la política. Y de ellas no vale la pena aquí ocuparse.
No ocurre así con las revoluciones del mundo árabe. Por una parte, las árabes son revolucionarias porque sus actores se han levantado en contra un orden dictatorial anacrónico. Por otra, lo son porque han logrado concertar el apoyo de la mayoría de la población de los respectivos países. Y además, lo son porque no obedecen al dictado de ninguna ideología recalentada, esto es, portan consigo el signo de lo nuevo y, por lo mismo, de la esperanza. Esperanza no exenta de miedos, propios a las incertidumbres que se ciernen sobre el futuro.
Ahora bien, para entender mejor el análisis de los aquí denominados “cuatro pilares” de la revolución conviene mencionar otros puntos que tienen más de alguna relevancia.El primero es que pese a que esos “cuatro pilares” se dan en todas las revoluciones árabes no estamos hablando de procesos homogéneos. Efectivamente; los países en donde emergen las revoluciones mencionadas son, en lo que se refiere a su estructura social y política, muy diferentes entre sí. En Túnez, por ejemplo, la juventud universitaria ocupa un lugar mucho más destacado que en los demás países. En Yemen y en Egipto las masas empobrecidas son mucho más amplias, y así sucesivamente.
Los sistemas de dominación política contra los cuales emergen las revoluciones también difieren; y a veces notablemente. Para poner un ejemplo: el corporativismo —es decir, los Estados enclavados en la sociedad a través de organizaciones verticales de masa— es (era) mucho más acentuado y sólido en Libia que en Egipto.
En Libia, además, existen feudos tribales (aunque la denominación parezca absurda en la literatura occidental) que actúan de modo transversal en diversas corporaciones verticales. Gadafi es, visto desde esa perspectiva, sólo el símbolo estatal de una maraña social dominante amarrada al Estado a través de micro-poderes dictatoriales. O dicho así: Gadafi es (era) un dictador de los dictadores (el mismo lo reconocía cuando se autodenominó “rey de los reyes”). De ahí la importancia de las ciudades en la lucha revolucionaria pues cada ciudad se rige por un orden tribal y político diferente.
Cabe mencionar asimismo que pese a que hablamos de revoluciones árabes, ellas cubren sólo una franja del espacio arábigo. Arabia Saudita y los emiratos petroleros, el disgregado Irak, y esa fortaleza represiva todavía inexpugnable que es Siria, parecen estar exentos de la epidemia revolucionaria. “Por ahora”. Sin embargo, de una manera u otra, y en el espacio marcado por diversas correlaciones de fuerza, los cuatro pilares de la revolución mencionados configuran una línea constante, motivo que incita a dedicarles cierta atención.
2.
El primer pilar, los sectores medios urbanos cuya vanguardia son los estudiantes, ha sido el detonante y la fuerza directriz de las diversas revoluciones. A los estudiantes se fueron sumando profesionales sin trabajo o con sueldos miserables cuyos conocimientos y aptitudes no son reconocidos en un orden burocrático y militar mantenido en el poder mediante un sistema de clientelas y prebendas. Como representantes de una nueva generación no se sienten identificados con el supuesto pasado revolucionario de los déspotas que rigen en sus naciones. En breves palabras, ellos son los depositarios de las nuevas formas del saber, saber que no es solo digital o internético sino, sobre todo, político. En cierta medida constituyen un sector político y culturalmente occidental enclavado en un “medio oriente” geográfico.
Asimismo, los estudiantes y sectores medios afines representan un proyecto de nación que no tiene nada que ver con el “socialismo militar” instaurado en la región durante la Guerra Fría, pero tampoco con el fanatismo religioso que se anida en algunas cofradías islámicas. En fin, ellos son producto de una globalización que no sólo es económica; además es política y cultural. Reconocen la universalidad de los derechos humanos y anhelan que en sus respectivas naciones imperen regímenes democráticos basados en la pluralidad de las ideas, en la libertad de opinión, de palabra y de asociación, en la independencia de los poderes públicos y en elecciones periódicas.
Sin la decisión, habilidad, y sabiduría política de los estudiantes, las revoluciones árabes no habrían tenido nunca lugar. Pero sin el apoyo de las grandes masas, las movilizaciones estudiantiles no habrían pasado de ser revueltas esporádicas o meras rebeliones sin destino. En alguna medida la revolución política de los estudiantes abrió las compuertas para que las movilizaciones de las masas desposeídas se hicieran presente en el espacio público. De acuerdo al orden de los factores, fue la revolución política la que hizo posible a la revolución social, y no a la inversa.
3.
El segundo pilar lo constituye el ejército oficial. Ese lugar destacado proviene no de su acción sino, paradoja, de su inacción.
Como suele ocurrir en las grandes revoluciones, los generales, antes de obedecer las ordenes dictatoriales, hacen un cálculo de costos y beneficios. Así, si las revoluciones se expresan en decididas multitudes, tienen dos opciones: o el genocidio o la neutralidad. El genocidio tiene el problema de que, además de que los soldados deben disparar en contra de su propio pueblo, suele ocasionar divisiones al interior del ejército, hecho que puede derivar en una guerra civil, como prácticamente ha ocurrido en Libia. La neutralidad, a su vez, posee la ventaja de que, mediante la renuncia al conflicto armado, los militares logran aparecer como el único factor que garantiza una transición no caótica entre el viejo y el antiguo régimen. De esta manera el ejército adquiere una legitimidad política que, en caso de haberse mantenido fiel a la dictadura, nunca habría podido obtener.
Pero no hay que engañarse. Los militares no son sólo un factor de orden. También son, o por lo menos quieren ser, parte del poder, si no de modo directo, por lo menos indirecto. Más todavía si estamos hablando de esos ejércitos árabes cuyos miembros han sido formados de acuerdo a los cánones que provienen del “nasserismo ideológico”. Eso quiere decir, desde reclutas a generales han sido educados según una doctrina nacionalista, estatista, laicista y en muchos casos, socialista. Y siempre pan-arabista.
Ahora, si los militares aprovecharán la oportunidad para hacerse de nuevo del poder en nombre de revoluciones, como lo hicieron sus antecesores, eso está por verse. Por el momento las condiciones no parecen demasiado favorables para dicha aventura. Por de pronto el “nasserismo” ya no es la ideología fascinante que fue durante la Guerra Fría. Tampoco hay que olvidar que los militares son receptores de tecnologías cuyos centros productores se encuentran en países democráticos de occidente. De ahí que lo más probable es que, en líneas generales, los militares optarán por jugar un rol “bonapartista” (eso es, de árbitros en el poder) hasta que la correlación de fuerzas apunte hacia uno u otro lado. Lo único que podría llamarlos a la acción inmediata sería un crecimiento desaforado del “islamismo”, sobre todo si éste tiene lugar entre las propias huestes militares.
4.
Sin embargo, el “factor islamista” pese a ser muy importante, tampoco es, por sí solo, una alternativa de poder. En este caso no hay que confundir el término “islamismo” con diversas variantes de la religión islámica dentro de las cuales las propiamente “islamistas” no son, casi nunca, mayoría. Y al llegar a este punto ya estamos hablando del tercer pilar: las cofradías religiosas.
Ese tercer pilar es el que más aterra a los EE UU, a Europa y, por razones comprensibles, a Israel. No obstante, guste o no, el pilar islámico no sólo es constitutivo a la revolución; también es inseparable a las tradiciones, historia y cultura de los países árabes, y con ese hecho hay que contar en todo lo que se refiera a la reconstrucción política que en ellos tendrá lugar después de las revoluciones democráticas.
El tercer pilar, el religioso, no es, sin embargo, el único sobre el cual se sustentará el periodo post-revolucionario árabe; tampoco es un pilar monolítico. Para decirlo de modo sumario: el pilar religioso no es un pilar predominantemente islamista aunque nadie niega que bajo determinadas condiciones podría llegar a serlo. Para entender esa afirmación, importa definir el concepto de islamismo.
El islamismo, es preciso decirlo, no es una corriente religiosa. Es, como he reiterado en diversas ocasiones, una ideología antipolítica que se sirve de fragmentos aislados del Corán, ideología que postula el bloqueo de toda apertura democrática en los países islámicos mediante la aplicación de medios violentos de lucha, terroristas o no. En breve, es una doctrina de acción y no una postura religiosa. En ese sentido hay que hacer una diferencia –que la mayoría de los estudiosos del Islam no hace – entre el simple fundamentalismo y el islamismo ideológico.
El fundamentalismo, a diferencia del islamismo, es una corriente religiosa, la que no sólo es atributo exclusivo del Islam. Su característica principal es el retorno a los fundamentos de la palabra escrita, rechazándose cualquiera posibilidad de reinterpretación de los textos sagrados. Por lo demás, las tendencias fundamentalistas existen en las tres religiones abrahámicas pues las tres son religiones de libro.
Desde un punto de vista político el fundamentalismo presupondría el predominio de la ley religiosa por sobre la jurídica. Pero en ese punto tampoco están de acuerdo todos los fundamentalistas. Los hay desde quienes postulan la creación de un Estado integrista, al estilo de la teocracia en Irán o de la España del primer decenio franquista, hasta otros que piensan que la política debe ser una actividad no sometida, pero sí, “inspirada” en la religión. Si quisiéramos buscar un “pendant” occidental habría que estudiar el origen de los partidos socialcristianos de Occidente. En sus comienzos casi todos fueron integristas e incluso teocráticos hasta que con el paso del tiempo, gracias sobre todo a la influencia político-teológica de filósofos como Jaques Maritain, llegaron a convertirse en los partidos democráticos y modernos que todos conocemos.
Más allá de islamistas y fundamentalistas hay diversas corrientes teológico-políticas en el Islam. Por ejemplo es sabido que en los países árabes existen tendencias religiosas liberales que no reniegan, al contrario, impulsan las libertades políticas. Probablemente muchos de los jóvenes universitarios que se baten a muerte en las calles árabes creen en Dios, pero también creen que la libertad, la democracia y el bien, están más cerca de Dios que la sumisión, la dictadura, y el mal. Por lo mismo saben que monstruos como Gadafi están mucho más cerca del Diablo que de Dios. Y contra eso, y por eso, luchan.
Del mismo modo las masas empobrecidas que salieron a las calles a apoyar a los estudiantes no luchan por motivos primordialmente religiosos (como una vez ocurrió en Irán) sino porque padecen injusticia, terror, exclusión, miseria, y no por último, hambre. Esas masas son, sin duda, el cuarto pilar de la revolución democrática.
5.
Las muchedumbres empobrecidas que atestan las calles árabes son el resultado social de una economía estatista implantada en la región desde los tiempos de la Guerra Fría. Se comprueba así, una vez más, que no hay nada más clasista que los regímenes socialistas de Estado. No hay que olvidar en ese sentido que todas las tiranías que están siendo derribadas formaron parte del extinto “mundo socialista”. Los actuales dictadores se dicen socialistas, son miembros de organizaciones socialistas y como los socialistas soviéticos, son estatistas y militaristas. Son, como los hermanos Castro en Cuba y la dinastía de Corea del Norte, los auténticos representantes del “socialismo del siglo XXl”. Es que no hay otro en este siglo. Pero a la vez son los últimos restos del “socialismo del siglo XX”.
Desde una perspectiva histórica amplia hay que tener en cuenta que el derrumbe de las tiranías árabes no sólo es parecido al de las dictaduras comunistas, hecho que tantos comentaristas han detectado. En cierto modo ese derrumbe es también la continuación de la revolución anticomunista que estalló en Europa a fines de los años ochenta.
Que después de la debacle del imperio soviético algunas dictaduras árabes hayan buscado protecciones occidentales, no contradice en nada las estructuras estalinistas de poder que allí regían. Y del mismo modo que las nomenklaturas stalinistas y post-estalinistas europeas, las árabes son la representación gubernamental de una “clase de Estado”, una clase monopólica, excluyente y mucho más expoliadora que las clases capitalistas occidentales las que, en su mayoría, no son estatistas. Las clases dominantes estatistas unen, en cambio, el poder político y el económico. Ello les permite usufructuar impunemente del plus-valor colectivo –esto es, sin contrapesos, sin competencia y sin derechos sociales- lo que explica por qué en su gran mayoría no sólo no han solucionado sino profundizado la miseria de las naciones que controlan. Sobre ese tema hay mucho que escribir y, lamentablemente, esta no es la ocasión.
Lo que sí es necesario destacar es que sin la participación de las masas empobrecidas ninguna revolución política habría sido posible en el mundo árabe. A la inversa ocurre algo parecido: sin una ruptura política con las despotías estatistas (socialistas) los problemas sociales nunca podrán ser superados. De ahí que, como en muchas otras ocasiones, estamos asistiendo a una doble revolución. No a una revolución que es política y social, entiéndase bien, sino a dos revoluciones a la vez: una social y otra política. En este momento la una confluye con la otra, o más aún: la una hace posible a la otra. Pero no son las mismas. Ese, y no otro, es el gran problema que se cierne sobre el Cercano Oriente.
Entre una revolución política (cambio de régimen) y una revolución social (nuevas relaciones de producción) hay diferencias muy grandes de tiempo. Las primeras son realizadas en plazos cortos. Las segundas, en decenios. De ahí que el mayor peligro que acecha a las nuevas revoluciones es que alguna vez la revolución social se vuelva en contra de la revolución política, abriéndose así el camino para la instauración de nuevas dictaduras. Se engaña entonces quien piense que después de la caída de las dictaduras árabes sobrevendrá un periodo de tranquilidad política. Al contrario, lo más probable es que después de la gran revolución que estamos presenciando, vendrán periodos de retrocesos, pero también de avances, en un campo minado por conflictos sociales, étnicos y religiosos que no pueden ser solucionados de inmediato.
Las grandes revoluciones – y las árabes ya lo son- pueden ser comparadas con los terremotos. No sólo porque son imposibles de predecir sino, además, porque después de un terremoto suceden réplicas y contra-réplicas las que en algunas ocasiones -y eso como chileno, lo sé– pueden ser aún más violentas y devastadoras que el sismo originario.
Pero quizás los pueblos árabes han aprendido algo que en otras latitudes ya sabemos: si bien es cierto que las libertades políticas no solucionan ningún problema social de modo automático, las dictaduras los agravan. Puede que también sepan que tanto la construcción de una democracia como la creación de nuevas formas de producción, surgen como resultados de conflictos inevitables. Eso significa que quien quiera soluciones debe aceptar conflictos.
Sin conflictos no hay política. Para continuar el razonamiento hay que agregar que sin política no hay democracia. O lo que es parecido: puede haber política sin democracia pero nunca democracia sin política. Lo que quiero decir es que quizás es demasiado esperar que los pueblos árabes adopten de inmediato un “modelo” democrático. Aunque sí cabe esperar, y de hecho ya está sucediendo, es que con la caída de las dictaduras las naciones árabes entrarán a recorrer una fase definitivamente política.
Los cuatro pilares que en este momento sostienen la revolución, quizás por el hecho de que son cuatro y no uno, son competitivos entre sí, y es bueno que así sea. Los cuatro quieren el poder total. Los estudiantes sueñan con una nación democrática. Los militares con una nación socialista acuartelada. Los “hermanos musulmanes” con la restauración de los califatos. Las grandes masas, con una distribución igualitaria de la riqueza. Pero a la vez, ninguno de esos pilares puede prescindir del otro sin que el edificio que sostienen se derrumbe sobre sus cabezas. Alguna vez, más temprano que tarde, todos comprenderán que solamente podrán tener acceso al poder si lo com-parten y para com-partirlo, serán necesario los partidos. Y eso, el poder compartido (y con partidos), es el pilar de toda democracia.
Naturalmente las posibilidades descritas no sólo dependen de los pueblos árabes. Ellos, al fin, son parte de nuestro planeta sobre cuya tierra global conviven superpotencias como los EEUU, la EU, China y Rusia. Pero ese tema será materia de un próximo artículo.
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