Cortos interruptus (2011) marca el retorno a una estrategia ensayada para exhibir cortometrajes venezolanos en salas comerciales. El programa que reúne los filmes Tuya de Iván Mazza (2010), Todo lo que sube de Miguel Ferrari (2008), Colmillo de Albi de Abreu (2010), La uva de Alexandra Henao (2008) y Jesús TV de Héctor Orbegoso y Gastón Goldmann (2009) sigue los pasos de La propia gente (1980) y Tres tristes trópicos (1984), en los que tres cortos fueron reunidos para completar el tiempo habitual de un largo.
Los resultados de esas dos primeras experiencias fueron dispares. La propia gente, que estuvo integrada por los documentales El afinque de Marín (1980) de Jacobo Penzo, Yo hablo a Caracas de Carlos Azpúrua (1978) y Mayami nuestro de Carlos Oteyza (1980), vendió 84.273 entradas, mientras que Tres tristes trópicos, que reunió las cintas de ficción Los silencios de Isabel de José Alcalde (1982), Fiesta de cumpleaños de Eduardo Barberena (1982) y Noche de mantecado de Miguel Curiel (1982), tuvo ventas de 2.696 boletos, de acuerdo con el CNAC. Pero con Cortos interruptus las apuestas son altas, considerando que el lanzamiento se hizo con 15 copias. El cálculo ha de ser de más de 100.000 espectadores.
Una razón para un lanzamiento de tales características es que los cinco cortos fueron hechos para que puedan ser disfrutados por un público amplio. Hay un filme de género fantástico, por ejemplo, que es Tuya, y Jesús TV está basado en referencias a la televisión. Todo lo que sube es una comedia de costumbres y Colmillo una comedia social. En el caso de La uva el asunto subyacente es conocido y el mensaje de crítica social es fácil de entender para cualquiera, si bien no panfletario. El lenguaje es siempre clásico, o al menos no desconcertante, y hay diálogos. Eso los diferencia de otros cortos venezolanos recientes, como Llueve de Alexis Méndez Giner (2007), en el que la forma de narrar es otra, así como Soja de Miguel la Cruz (2010), en el que hay referencias a una cinematografía poco conocida en Venezuela, como es la iraní, o Historias del viento de Javier Beltrán (2007).
Esa sencillez y adaptación al espectador no significan superficialidad, ni mucho menos falta de calidad. Las cintas reunidas en Cortos interruptus sobresalen en primer lugar por el cuidado de la realización. Sólo Tuya presenta algunos defectos técnicos evidentes, por ejemplo, en unas luces que se reflejan incorrectamente en el lente de la cámara, en la secuencia inicial del microbús, o encuadres que no están bien logrados. En el helicóptero de La uva se notan también las limitaciones del presupuesto. Pero en términos generales no existen en ninguno de los cortos los problemas de factura que han venido percibiéndose reiteradamente en los largometrajes venezolanos estrenados en los últimos tiempos, en especial en el proceso de ir del video al filme, que ha arrojado resultados espantosos en varios casos.
Más allá de esa corrección técnica, La uva y Colmillo en particular se destacan por la forma como construyen y aprovechan el espacio en el que se desarrolla la historia. Si en dos películas venezolanas estrenadas este año, Samuel de César Lucena y Último cuerpo de Carlos Daniel Malavé, los realizadores parecen haber creído que basta poner unos planos de referencia para que el espectador se imagine el ambiente a partir de su experiencia personal o mediática, lo que es la manera más chata de entender el cine como “espejo” en el que puede “reconocerse” el público nacional, en las cintas de Henao y Abreu hay una invitación a experimentar de una manera diferente los lugares fácilmente identificables.
En La uva la puesta en escena transforma un paraje del Litoral Central, que aún muestra las huellas de los desastres naturales que han ocurrido allí, en un ambiente postapocalíptico. Se desarrolla en ese lugar una catástrofe de otro tipo, creada por la degradación de los seres humanos y las instituciones que les dan “ayuda humanitaria”. Colmillo, a su vez, se desarrolla en calles y callejones que se presentan como un ambiente híbrido de barrio pobre y ciudad moderna, lo que disuelve una contraposición emblemática de la representación de la sociedad venezolana en el cine. Y no es un concepto que preceda a su ilustración, como sucede en esas cintas en la que un plano plantea primero la idea de “cerro” para llegar después a los personajes, que terminan siendo ejemplos del concepto de “marginalidad”, de lo que son muestra emblemática Soy un delincuente de Clemente de la Cerda (1976) y Secuestro Express de Jonathan Jakubowicz (2005). Por el contrario, el espacio se va abriendo para que el espectador lo vaya descubriendo a lo largo de la historia, de una manera que le ayuda a dejar de lado los prejuicios que pueden imponerse en la manera de entender lo que percibe.
En Jesús TV el espacio es utilizado al final como un apoyo a la representación del estado de ánimo del protagonista, con las personas y utilería que atraviesan el encuadre en el que se ve a Jesús derrotado. En Todo lo que sube, finalmente, hay un aprovechamiento plástico de los escasos elementos escenográficos que ofrece el ascensor en el que transcurre la historia. La línea que forma la unión de las puertas, por ejemplo, sugiere una pantalla dividida, lo mismo que ocurre al principio con la representación de los pisos que atraviesa el carro. En el primer caso es una vertical y horizontal en el segundo, lo que contribuye a darle plasticidad al filme.
La brevedad del formato es también un estímulo para ser preciso en el detalle. En La uva eso se aprovecha para trasmutar en metáfora contundente un problema real y no resuelto del país, amplia y constantemente señalado por los medios informativos, mientras que en Jesús TV hay una ácida crítica de la analogía que puede haber entre los reality shows y los “milagros” que la gente espera de los políticos con los que se vincula a través de la televisión.
En el caso de Colmillo los detalles le dan a la historia un peso realista que equilibra los aspectos fantasiosos. El realizador se muestra agudo al representar el sentirse marginado del personaje a través de su preocupación por saber qué hora es, como a sabiendas de que está excluido del devenir de los que le rodean. De modo similar el mate del inquilino uruguayo, algo extraño en Venezuela, sirve de contrapeso “real” a la caja sobrenatural de Tuya.
En Todo lo que sube, sin embargo, se incurrió en estereotipos para caracterizar a los pasajeros del ascensor. Eso por fortuna tiene como contraparte una valiente toma de posición a favor de la representación de la homosexualidad como la realidad común que es, en un país en el que 53% de los consultados en un sondeo de GIS XXI hizo manifiesta su homofobia.
Un problema serio de Cortos interruptus es que los productores parecen haberse decantado por un concepto equivocado. Prescindieron de las transiciones entre un filme y otro, lo que no funciona para dar unidad a cintas concebidas de forma autónoma, que tratan temas diferentes y que incluso chocan entre sí por las diferencias en la fotografía y la puesta en escena. Peor: Tuya se exhibe con subtítulos en inglés, cosa que no ocurre con los demás cortometrajes y es algo que distrae, y fue cortado el comienzo de Jesús TV, lo que hace que la película pierda una de sus principales virtudes, que es el ritmo. Ni siquiera la Villa del Cine procedió de esa manera en los dos filmes de varias historias relacionadas con directores diferentes que ha realizado: 1, 2 y 3 mujeres de Andrea Herrera, Andrea Ríos y Anabel Rodríguez (2008), y Bloques (2009) de Carlos Caridad Montero y Alfredo Hueck.
Con todo la fórmula, que está inspirada también en la serie Historias breves de Argentina, podría ser una respuesta al problema de cómo hacer llegar al público los cortometrajes. Esa es una parte olímpicamente negada de la cinematografía nacional, que así como Araya le dio dos premios en Cannes a los largometrajes en 1959, aportó un Oso de Plata en el Festival de Berlín de 1961 con Chimichimito (1961) de José Martín y Lorenzo Batallán, y puso por primera y única vez al país a la vanguardia del cine mundial con las películas en Super 8 de las décadas de los años setenta y ochenta. Los cortos venezolanos no cuentan aún con una historia escrita e incluso el CNAC los ignora en las estadísticas sobre “obras cinematográficas venezolanas” que ha publicado. ¿Será que lo que no factura en cines comerciales no existe para ese organismo? Es una extraña concepción de la cultura, por no entrar en detalles sobre lo que pueda ser el socialismo. Queda la esperanza de que el público les dé una lección a los burócratas, si Cortos interruptus alcanza la meta ambiciosa de taquilla que le han trazada.