Resulta que el presidente de una república democrática por carta constitucional, es asesinado frente al público cuando disfruta de un evento artístico. El país, casi en ruinas, sigue dividido en dos sectores radicales aún después de una larga guerra fratricida para imponer opuestos sistemas de gobierno.
Ante el magnicidio, los altos mandatarios del grupo en el poder, algunos son héroes militares de la reciente batalla interior, obedientes seguidores de la nueva Constitución, encarcelan a los asesinos de su líder, todos civiles, para someterlos a la justicia militar, pues consideran que el país aún se encuentra bajo estado bélico de excepción.
Aplican la ley marcial a los conspiradores cuya culpa está comprobada salvo la de un acusado. Y se aprovecha este detalle para montar un juicio cuyo veredicto ya está cantado pero da la oportunidad de aparentar, en medio de la crisis general, el apego a la legalidad por parte del nuevo régimen. Así, sólo con funcionarios del gobierno en rol testimonial que bloquean una investigación seria, se aparenta respeto a la institución judicial, raíz y columna garante del estrenado sistema. Se nombra pues como obligatorio abogado estatal, defensor del presunto cómplice del crimen, a un heroico ex capitán del bando victorioso quien muy a su pesar cumple la orden oficial.
Esa ficción bipolar de simulacro, confusión, arbitrariedad, caos y montaje teatral político, muestra la aberración y debilidad de cualquier sistema erigido bajo el imperio del impulso emocional que legisla con normas a su conveniencia. Al legalizar el rencor vengativo surge una nueva Inquisición que conspira a fondo contra el propio Estado destruyendo su partida de nacimiento.
Pero en ese país democrático prevalece la ley fundacional y dos años después del espectáculo, la Corte Supremapor unanimidad corrige su propio error y mucho antes, el defensor ya retirado del oficio ejerce otro sorpresivo.
Este cuento de sonido tan familiar, salvo el final, es historia referida al presidente Abraham Lincoln, autor de “nadie es demasiado bueno para gobernar a otro sin su consentimiento”, tema de la película The conspirador, 2011 (en inglés pueden se él, ella o también ellos, según el caso) dirigida con alma y destreza por Robert Redford. Excelente guión, diálogo preciso, actuaciones y producción de sobria eficacia, una fotografía difusa del juicio que refleja lo turbio de la puesta en escena.
Sus críticos han discrepado hacia los extremos. Ni por asomo figura entre las pre-seleccionadas al Oscar. No fue exhibida en Venezuela.
Quizás porque exige una lectura más hacia el fondo de ojo que de mirada para competencias.
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