Poseedor de una sazón muy particular, Sumito Estévez es, sin duda, el cocinero más famoso de Venezuela. No sólo por sus virtudes como creador culinario —que muchos conocemos— sino por su empeño en impulsar la gastronomía como cultura a través de todos los medios posibles. Creo que junto a Armando Scannone constituye la personalidad culinaria más influyente del país. A través de sus distintos restaurantes, sus variados recetarios, sus dos escuelas de cocina, sus amenos programas de televisión y radio y sus múltiples textos para diarios y libros ha labrado una trayectoria compacta, coherente y sostenida. Soy un lector consecuente de su columna El diario de un chef en el cotidiano venezolano El Nacional. Allí desglosa cada domingo sus agudas y bien sustentadas reflexiones sobre la cocina como cultura y propone una amplia reflexión del hecho culinario más allá de los fogones. Y comprender la mesa de un país significa comprender el alma de sus ciudadanos.
Este caraqueño que egresó en 1989 como físico en la Universidad de Los Andes, en Mérida, tomó la decisión de convertirse en cocinero y dejó su profesión para explorar los caminos de los sabores y las sazones. Comenzó trabajando en Caracas para Franz Conde en el recordado Seasons Club del CCCT y para Pierre Blanchard en el añorado Le Deuxieme Etage, de Las Mercedes, para luego asumir los fogones de la Vinoteca Delfino, en la misma urbanización. Pero su lanzamiento definitivo fue en 1997 al convertirse en el jefe de cocina de Cathay, aquel restaurante panasiático que marcó un estilo cuando la cocina del Lejano Oriente se reducía a roll y sushi. Luego cocinó en La Brasserie en la Cuadra Gastronomía y en el fugaz Sibaris, hasta asentarse en el Instituto Culinario de Caracas, donde —a mi entender— ha venido desarrollando su verdadera vocación: la pedagogía culinaria. No contento con esto regenta con su socio Héctor Romero la propuesta de El Comedor, en el ICC, y de Mondeque, local de cocina del mar en Pampatar, Margarita, además de dirigir el Instituto Culinario y Turístico del Caribe, ICTC, centro gastronómico en La Asunción, también en la isla favorita de los venezolanos.
He escuchado críticas sobre su presencia mediática y me ha tocado defender su trabajo en la construcción de una gastronomía auténtica y honesta, que no es poca cosa. Y eso se hace a través de los medios de comunicación, las aulas de clase, las conferencias y eventos, los recetarios, el twitter, etcétera, es decir, todo lo que hace ese singular chef venezolano. Hace unos años, mi amigo Enrique Limardo, en la época de Yantar, me comentó que Sumito tenía la gran virtud de haber elevado el estándar de apreciación de los cocineros venezolanos. De cierta manera, había contribuido a crear el orgullo de ser un profesional de los fogones.
La verdad es que en pocas ocasiones hemos intercambiado algunas palabras —sobre cine, por cierto— pero aprecio su cultura extra culinaria y su capacidad para la comprensión global de los procesos sociales. Sumito representa a esa generación de cocineros que surgió a mediados de los ochenta, después del Viernes Negro, como relevo de la alta cocina francesa de Le Gazebo, Patrick y Le Groupe, legendarios restaurantes de otra época. Ahora se ha convertido en uno de los propulsores esenciales del movimiento Venezuela Gastronómica Ha demostrado que es algo más que un magnífico cocinero.
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