Majestades, Señor Presidente de Brasil, Señor Presidente del Gobierno español, Señor Presidente de la Comunidad de Castilla-La Mancha, Mi querido Víctor García de la Concha, ¡Gracias!
Señoras y señores,
¿Por qué es tan actual Cervantes? ¿Por qué Don Quijote? Cruzando el Atlántico la víspera de la II Guerra Mundial, Thomas Mann escogió el Quijote como la lectura que le permitiría, a un tiempo, despedirse de Europa y asegurarse a sí mismo el regreso a un continente devastado pero salvado, acaso, por la permanencia de unas cuantas obras de arte. Thomas Mann le decía no a un mundo que en sí mismo era una negación. Pero le decía sí al mundo de Don Quijote. Imagino que Thomas Mann rescató un ejemplar -uno solo- del Quijote a punto de incendiarse para siempre en la fogata con la que el régimen totalitario quería convertir en cenizas cuanto negase su poder.
¿Y por qué sería Don Quijote el libro a rescatar de las llamas?
Acaso porque a partir del Quijote se puede recrear el mundo. Como si el mundo estuviese siempre a un paso de la catástrofe y sólo la palabra pudiese salvarlo, la imaginación sostenerlo y la acción proyectarlo.
Toda gran obra literaria nos propone la salvación mínima de la palabra.
Toda gran obra literaria nos propone imaginar. Tenemos un pasado que debemos recordar. Tenemos un porvenir que podemos desear.
Pero sólo recordamos y deseamos en el presente: aquí y ahora, en el tiempo que nos es concedido por vivir.
Por eso, toda gran obra es un llamado a la acción: hablamos, imaginamos y actuamos. No sólo por el gusto de actuar, sino porque queremos una acción que nos permita decir y nos permita imaginar.
Pensemos en las obras literarias que conjugan palabra, imaginación y acción. Son muchas. Pero ninguna reúne las tres -palabra, imaginación y acción- con la intensidad del Quijote.
Por algo, cuando la Academia Noruega consultó hace poco a 100 escritores de todo el mundo sobre la mejor novela de todos los tiempos, 50 contestaron: Don Quijote de la Mancha. La competencia no era menor. Los tres autores siguientes eran Dostoievski, Faulkner y García Márquez. Y en sus obras encontraremos las virtudes que Cervantes nos ofrece: la creación de una realidad paralela a la del mundo existente. Una realidad que no existía previa a la publicación del libro y que ahora existe, no porque el novelista la haya creado, sino porque el escritor nos ha permitido ver lo que ya estaba, y no lo veíamos, o lo que aún faltaba, y no lo imaginábamos.
El mal es el precio de la libertad, nos dice Dostoievski en Crimen y castigo: lo es porque el mal nos revela lo que podemos ser siendo libres y le otorga a la libertad un precio superior, más allá del peligro latente en el ser humano.
Todo es presente, nos advierte William Faulkner en Absalón, Absalón. Recordamos hoy, deseamos hoy, porque la unidad de todos los tiempos es la única respuesta posible a la división de la tierra, de la comunidad y del alma. Y sumamos genealogías, nos recuerda Gabriel García Márquez en Cien años de soledad: somos lo que hacemos a partir de lo que heredamos. Nadie escapa a la servidumbre y a la gloria de su ascendencia.
Puedo pensar que Dostoievski, Faulkner y García Márquez escriben porque Cervantes fundó la novela moderna y nos dio a todos -autores y lectores- una manera nueva de ver el mundo.
Cervantes nos enseñó a recordar y a desear a partir de una libertad nueva, la del renacimiento europeo, y a pesar de antiguas opresiones, la del dogma autoritario. Cervantes unió todos los géneros literarios previos -épica, picaresca, novela de amor, relato pastoral, novela morisca- para crear un género de géneros abarcador, incluyente, en el que tuviesen cabida todos los sueños, las memorias, los deseos, las imaginaciones, las debilidades y las fortalezas del ser humano. No un ser humano liberado a la anarquía, sino capaz de ejercer la libertad contra el orden de ser necesario -y eso sería lo más fácil- o en el orden -para ser más difícil-.
Cervantes nos dio una voz, es la voz que nos une a todos los hispanoparlantes. Pero Cervantes también nos dio una imaginación. Una imaginación del mundo en la que se reconocen autores y lectores de todos los países y de todas las lenguas.
Prueba suficiente, Majestad, Señor Presidente, señoras y señores, es la obra del más grande novelista latinoamericano del siglo XIX, el brasileño Joaquim Machado de Assis, Machado de la Mancha le llamo yo, el fabulador de un mundo manchado, impuro, sincrético, barroco, que es el nuestro.
Manchar con tal de ser, contagiar con tal de asimilar, multiplicar las apariencias a fin de multiplicar los sentidos: tal es el signo de Machado. Machado, el brasileño milagroso, nos sigue descifrando porque nos sigue imaginando, y nos imagina para recordarnos que nuestra verdadera identidad iberoamericana se llama imaginación literaria y política, social y artística, individual y colectiva. Imaginamos para crear.
Machado es el milagro de la literatura decimonónica de Latinoamérica. Y los milagros, le dice Quijote a Sancho, son cosas que rara vez suceden.
No obstante, milagro dado, ni Dios lo quita.
Majestades, Señor Presidente de Brasil, Señor Jefe del Gobierno de España, Señor Presidente de la Comunidad de Castilla-La Mancha, Señoras y señores:
Celebremos juntos el milagro manchego y el milagro carioca: de Cervantes a Machado, celebremos todo lo que nos une a los pueblos de Iberia, de América Latina, Portugal y España, agradeciéndole al presidente de Brasil que haya incorporado la lengua castellana a los estudios escolares en su país, uniendo de una manera fehaciente la heredad común de Cervantes y Machado. Pero también la política de mutuo reconocimiento entre los pueblos de Iberia y de una América tan diversificada como la genealogía del Quijote: euro, afro, indo, íbero,
Iberoamérica mestiza y mulata como la literatura gloriosamente manchada y manchega de Don Quijote de la Mancha. Gracias.
Carlos Fuentes Macías (Panamá, 1928). Es uno de los escritores mexicanos más reconocidos, con una profusa obra literaria. Estudia Derecho en México y en Suiza y trabaja en diversos organismos oficiales hasta 1958. Paralelamente, funda y dirige junto a Emmanuel Carballo la Revista Mexicana de Literatura y colabora en Siempre; en 1960 funda también El Espectador. Entre sus obras se destacan el volumen de cuentos Los días enmascarados (1954), La región más transparente (1958), Las buenas conciencias (1959), La muerte de Artemio Cruz (1962), con la que se consolida como escritor de fama mundial. Posteriormente escribe el relato Aura (1962), de corte fantástico, los cuentos de Cantar de ciego (1966) y la novela corta Zona sagrada (1967). Por Cambio de piel (1967), prohibida por la censura franquista, obtiene el Premio Biblioteca Breve y por su extensa novela Terra nostra (1975), que le lleva seis años escribir y con la que se da a conocer en el mundo entero, recibe el Premio Rómulo Gallegos de 1977. Gringo viejo (1984), Valiente mundo nuevo(1990), Todas las familias felices (2006), La voluntad y la fortuna (2008) y Adán en Edén (2009). Premio Nacional de Literatura de México (1982), Premio Miguel de Cervantes (1997), Premio Rael Academia Española de Creación Literaria (2004). Además de su labor como literato destaca por sus ensayos sobre literatura y por su actividad periodística paralela, escribiendo regularmente para The New York Times, El País y ABC.
* Publicado en El País 13 de octubre de 2008
http://cultura.elpais.com/cultura/2008/10/13/actualidad/1223848812_850215.html