Memorias de un soldado, dirigida por Caupolicán Ovalles (2012), se aparta de la tendencia del cine venezolano que ha encontrado en la Independencia y en la Guerra Federal problemas en los que continuar pensando hoy en día. El mejor ejemplo ha sido la manera crítica como Luis Alberto Lamata planteó la figura del caudillo vengador en Taita Boves (2010). Francisco de Miranda de Diego Rísquez (2006) y Miranda regresa de la Villa del Cine (2007) pueden ser puestas frente a frente por su posición ideológica con respecto a la figura del Precursor: liberal la primera y hegeliano-marxista la segunda. Incluso si a Zamora: tierra y hombres libres, escrita por Luis Britto García y dirigida por Román Chalbaud, puede criticársele con justicia que es poco más que ilustración de una serie de ideas sobre el pasado y el presente del país, al menos hay que reconocer que esos planteamientos están claramente formulados.
En Memorias de un soldado hay desencanto y escepticismo en relación con las ideas y los hechos de la historia que hoy se escriben con mayúsculas. El protagonista, un hombre común convertido en oficial por la guerra, es un prisionero patriota al que los realistas le perdonan la vida justo antes de cortarle la cabeza porque dicen que carecen de gente suficiente para la lucha. Luego huye del ejército español y regresa a las fuerzas independentistas, según él por decisión consciente pero sin que la historia ofrezca otro argumento que la conveniencia de pasarse al bando cuya victoria es previsible y que concede amnistía a los desertores que se incorporen a sus filas. Braulio Fernández (Erich Wildpret) no ama a la patria ni a la corona sino a su hermano, del cual fue separado por la guerra, y se enamora después de la mantuana y patriota clandestina Lucía Machado (Marisa Román), a la que conoce por azar en Caracas.
La historia se convierte en un siniestro Mr Hyde cuando lo que sucede en la sociedad se contrapone y anula de esa manera la voluntad y aspiraciones de la gente. Azarosas circunstancias lanzan en ese caso a las personas de un lugar a otro y a la muerte, como una máquina de pinball, y son causa de desgracias que nadie logra explicar ni solucionar. Ese es un asunto en el que valía la pena profundizar en Memorias de un soldado. Pero esa oportunidad se pierde en un filme que no logra cuajar como drama histórico, género cuya excusa es “usar el pasado como si fuera un cristal a través del cual mostrarnos el presente”, según Robert McKee.
Si bien en algunas escenas los ricos expresan el cinismo con el que asumen actuar por estricta conveniencia, las injusticias del orden social que defienden no están desarrolladas en la película, por lo que su discurso resulta vacío, sin referentes. Ocurre lo mismo con lo que se dice sobre las operaciones a favor de la Repúblicaque se llevan a cabo tras las líneas realistas. Nunca se muestra en detalle cómo actuaba la red para convencer a los soldados enemigos de pasarse al bando patriota. Desde la entrada en escena de Lucía Machado, que pone de relieve su desenfado y su belleza, todo se reduce a una historia novelesca de amores imposibles por culpa del destino, sazonada con cartas secretas y recorridos al amparo de la oscuridad, típicos de cinta de capa y espada aunque con mantilla en vez de capucha, y una subtrama melodramática en la que una esclava queda embarazada del hermano de la mantuana, etc. Puro escapismo es lo que hay en este filme, que incluso deja de lado los elementos más interesantes que pudo tener la aventura con un poco de realismo. En Memorias de un soldado las ficciones de siempre son el modelo de un pasado falso. El reguero de cadáveres y el escepticismo político no son sino los equivalentes tropicales de los cielos de tormenta, el aullido de lobos y la melancolía de un romanticismo de consumo masivo.
Si en una economía subdesarrollada, cuando crece, lo que hay es un desarrollo del subdesarrollo, no puede evitarse una conclusión similar con respecto a un cine y una cultura de los que surgen obras como Memorias de un soldado. Este filme se diluirá en la cifra de producciones anuales que el CNAC necesita engordar para justificar el gasto del dinero que se recauda porla Ley de Cinematografía Nacional, más los recursos dela Villa del Cine, y atribuir el “éxito” al gobierno. Pero hacer películas no es lo mismo que hacer cine.
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