
Maniquíes que nos hablan, silban, cantan, guiñan el ojo y susurran tiernas obscenidades gracias a proyecciones de rostros sobre cabezas en blanco mientras desfilan por la pasarela.
Es lógico que Madona, con su cuerpo de discóbolo, su gusto por los hermosos muchachos, su culpa católica y su mente helada de corredor de Walt Street, encontrara en Jean-Paul Gaultier su alma gemela. También era de esperarse que Almodóvar reconociera en su gusto por lo canalla elevado al rango de las Bellas Artes, sus marineros andróginos y su reivindicación de la Drag Queen como ícono post-moderno, el estuche perfecto para sus personajes. Es De la calle a las estrellas, su exposición en Madrid hasta principios de enero.
Más curioso es cómo, y de qué manera, el nieto idolatrado de una angelical señora gordita del extrarradio parisino logró reinventarse como habitante y cronista del mundo post-apocalíptico y convertir la alta moda en el vestier de Mad Max y los replicantes agónicos de Blade Runner. Pero ya se sabe desde los tiempos de Brueghel cuantos fantasmas, entes y demonios habitan en los armarios de los buenos hogares burgueses.
Una impecable exposición en la Fundación MAPFRE nos lleva de la mano en éste —hasta principios de enero— radiante invierno madrileño, por las aventuras y venturas del niño mariquita que repudiado en el colegio porque no jugaba al fútbol y humillado públicamente por la sádica maestra que lo capturó dibujando en clase mujeres inverosímiles, termina siendo una especie de héroe transgresor para sus condiscípulos.
Lo más avanzado de las técnicas expositivas —maniquíes que nos hablan, silban, cantan, guiñan el ojo y susurran tiernas obscenidades gracias a proyecciones de rostros sobre cabezas en blanco mientras desfilan por la pasarela; fotos gigantescas de sus divas-fetiche realizadas por fotógrafos-divas como Mario Testino; la voz omnipresente del artista narrando su viaje desde las calles hasta el cielo de la Haute Couture— y por supuesto los delirantes trajes y accesorios, palidecen junto al contenido de la pequeña vitrina que encontramos a nuestra derecha, justo al comienzo del recorrido y luego de ser recibidos en cuatro idiomas por un Gaultier animado, de tamaño natural y en impecable falda larga. Allí yace Nounours, el viejo y desgastado osito de peluche al que Jean-Paul, a la tierna edad de 7 años, le incrustó entre los pelos y en viejo raso rosa los pechos cónicos de Madonna Louise Ciccone.
Los objetos claves de su educación sentimental están expuestos de entrada: el televisor de la abuela, todo un tesoro en la Francia empobrecida de comienzos de los cincuenta, donde el nieto favorito aprendió de las viejas películas que hay dos clases de mujeres: las que no se parecen a ninguna y todas las demás; el tocador, otra vez de la abuela, castillo secreto de esa feminidad tan anhelada a la que termina por acceder por la vía de la ambigüedad… y eternamente y siempre esa parisina mitológica a la que persigue como en sueños.
Si algo queda claro en esta muestra es que Gaultier, el artista, escogió las telas como podría haber escogido cualquier otro medio expresivo y es brillante y sólido en sus búsquedas, tanto que hace rato trascendió los textiles para experimentar con todo tipo de materiales, del metal al plástico, de las plumas al laser y a los rollos de película filmada. Detrás de su obra hay cultura a chorros, tecnología de punta y miles de horas de trabajo, un saludable descaro y el coraje suficiente para decirle al mundo que las tribus urbanas, con sus cuatro o cinco sexos conocidos y sus nuevas razas en formación, llegaron para quedarse. Que lo ambiguo es bello y, al menos en su mundo y en sus espléndidos trapos, masculino y femenino son etiquetas intercambiables.
Y que el pequeño mariquita sigue ahí, con su osito travestido, con la ternura y el humor intactos y el deseo de que lo amemos.
Madona, que de tonta nada, sabe lo que dice de su gran amigo y cómplice cuando pontifica: “Para Jean-Paul cada vestido es una declaración política”. Y en realidad lo son. Desde las vírgenes con la cara provocadora de Kate Moss y el barroquismo debido hasta las descaradamente declaradas influencias españolas, rusas, japonesas, mongolas o de películas de culto como Mad Max, Blade Runner, Querelle o 2001 odisea del espacio. Por supuesto el infaltable Almodóvar para el que siempre trabaja y la omnipresente dama sadomasoquista de La ambición rubia y Madonna rides again. Y de repente tropezarnos con un sorprendente vestidito de cachifa, con todo y delantal y cofia, que es una bofetada a la vista en medio de los esplendores bárbaros de sus modelos arquetípicos.
Gaultier es un creador “sucio” en el mejor sentido del término, que no teme bajar a la calle para luego subir las escaleras napoleónicas de su taller y traducir sus amenazas, su aventura, su mescolanza y sus humores en la poesía salvaje de esos trajes inverosímiles que ya dibujaba a los 7 años y que, por supuesto, no pueden llevarse con el cuerpo, sino con la actitud.
GAULTIER, DE LA CALLE A LAS ESTRELLAS. Salas de Exposición de la Fundación MAPFRE, Recoletos 23, Madrid
* Corresponsal en Madrid.
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