Se divisa durante segundos un paisaje que parece sudamericano y después vemos a un hombre que camina en la oscuridad, por un camino de tierra, iluminado con una linterna portátil. Se detiene un camión algunos metros delante de él, bajan tres o cuatro hombres jóvenes, lo detienen a la fuerza y lo suben a la parte de atrás. Sólo se escucha un grito desesperado en la noche, un aullido. Después vemos a una mujer todavía joven, atractiva, en un departamento de la ciudad de Nueva York. Es la filósofa de origen judío Hannah Arendt, que se entera por el diario de la captura del nazi Eichmann, uno de los criminales de guerra más buscados por los servicios de inteligencia israelíes. Hannah Arendt decide sin mayores vacilaciones, en forma rápida, con decisión tranquila, viajar a Israel y hacer el reportaje del proceso. Se pone de acuerdo con jefes de la prensa norteamericana para enviarles artículos y financiar su viaje. Es una filósofa conocida, que ha publicado libros importantes sobre el fenómeno totalitario y que enseña en una gran universidad. Encuentra algunas dificultades, recelos, reservas, pero el proyecto termina por ser aceptado.
En sus años de estudiante en Alemania, entre las dos guerras mundiales, Hannah había sido la alumna de Martin Heidegger, el gran pensador de aquellos años, el filósofo más original de todos, el autor de Ser y Tiempo y de una larga lista de clásicos del pensamiento contemporáneo. Hannah, hermosa, silenciosa, concentrada en sus estudios, de una inteligencia superior, se convirtió pronto en la discípula predilecta del maestro. Ahora, a través de correspondencias privadas y de numerosos testimonios, sabemos que fueron amantes. Y se sabe, además, y en algo contribuyeron a este conocimiento las investigaciones del chileno Víctor Farías, también discípulo tardío del maestro, que éste aceptó un carnet de militante del partido nacionalsocialista y que tuvo referencias más bien condescendientes con respecto al nazismo en alguno de sus discursos de rector universitario. En la película que acabo de ver, Heidegger es calificado de “filósofo nazi” por algunos sectores fanatizados del judaísmo norteamericano. Esta misma gente observa a Arendt con claras reservas, con evidente antipatía, para decir lo menos.
La fuerza de la película* reside en la denuncia de la dificultad de pensar con independencia, de poder expresarse con auténtica libertad, sin someterse a presiones ambientales y a lugares comunes ideológicos, en situaciones muy diferentes de las que consideramos habituales, y en particular, en el ambiente libre casi por definición de las grandes universidades y de los grandes medios de prensa norteamericanos. Hannah Arendt rompe con las ideas establecidas sobre la culpabilidad nazi y provoca un escándalo de dimensiones importantes. Está muy cerca de ser expulsada de la universidad y de tener que asistir a la quemazón de sus propios libros. Se perfila, en forma no explícita, pero que no admite dudas, la sombra de un nazismo al revés, de un espíritu represor animado por recuerdos y experiencias del Holocausto.
Hannah Arendt desarrolla durante el juicio de Eichmann algunas nociones que ya había esbozado en sus obras anteriores. El totalitarismo es un fenómeno inédito, incubado en el siglo XIX y que floreció en el XX, que no tiene cara, que sólo se encarna en forma particular en casos excepcionales. Y tiene una tendencia casi irresistible a cometer crímenes contra la humanidad, ya que no ataca a personas por el hecho de ser criminales o de ser peligrosas, sino sólo por pertenecer a sectores, razas, partidos determinados. Es una enfermedad política y moral colectiva, cuyas cabezas son responsables, pero cuyos miembros actúan en forma ciega. En esta línea de reflexión, la filósofa llega a la conclusión de que Eichmann es un pobre diablo, un pelele que obedecía órdenes y que no tenía la menor conciencia de su culpabilidad. Estaba inmerso en un sistema y colaboraba ciegamente en sus crímenes, pero a la vez era víctima de esa organización: un pobre diablo inconsciente, probablemente aterrorizado, que ordenaba trasladar a personas judías de un lado a otro, en trenes de carga, sin hacerse mayores preguntas. Al final de su proceso se declaró “no culpable”, y Arendt sostiene que no lo hizo por argucia procesal sino por falta completa de conciencia, por ser un burócrata sin resquicios humanos.
Era una tesis muy difícil de sostener, sobre todo en años en que la memoria del Holocausto estaba enteramente viva, y en su defensa, Hannah demostró una mezcla de soledad, de arrogancia, de personalidad terca, de indiferencia a la crítica, francamente extraordinaria. Es posible y hasta probable que haya exagerado, pero su defensa fue de una coherencia sorprendente. Perdió a numerosos amigos, adquirió enemigos implacables, peligrosos, y obtuvo la adhesión entusiasta, apasionada, de sus numerosos alumnos. No llegamos a saber si esa adhesión fue ganada por sus argumentos o por su valentía, incluso por la elegancia con que sostuvo su tesis. Uno llega a preguntarse qué habría pasado para el Estado de Israel si hubiera dejado a Eichmann en libertad por su inconsciencia, por su infelicidad moral. ¿No habría sido un castigo peor y más ejemplar? La película nos deja la duda y nos obliga a dar otra vuelta a nuestra reflexión. No es poco, y en los tiempos de no reflexión, de no lectura, de no confrontación intelectual de fondo por los que pasamos, quizá sea una necesidad.
Antes de ir al cine me habían dicho que Hannah Arendt, la película de producción alemana-norteamericana, no era más que un documental, no una obra de arte. Después de haberla visto, me parece exactamente lo contrario. Es una película filmada con casi absoluta sobriedad, pero con un ritmo extraordinario, con diálogos impresionantes. El tema: el drama de la inteligencia del siglo XX, el del pensamiento contaminado por las teorías políticas extremas, por lógicas de apariencia normal, pero de raíz delirante. Parece ajeno a nosotros, pero si ponemos atención, descubrimos que forma parte de nuestra experiencia diaria.
* Edwards se refiere a Hannah Arendt, film de la gran actriz y directora alemana Margarethe von Trotta.
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2013/05/03/la-filosofa-reportera.asp
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