Apareció un día en el liceo Fermín Toro de Caracas dispuesto a culminar un bachillerato que por razones técnicas ministeriales no podía terminar en Valera o en Carvajal, su lugar de nacimiento. De tal manera que su nueva y previsible carta de ciudadanía liceista lo obligó a dejar atrás alguna neblina de ciertas tardes y unos páramos cercanos donde crece la hierba de la eternidad: parajes que evocó años más tarde cuando compuso uno de sus textos más hermosos para homenajear a Juan de la Cruz en el que ofrecía al universo de la poesía su célebre Cántico de Jajó que incluía su ’Oración para que san juan de la cruz perdone a los poetas’ y terminaba con esta dolorosa confesión: “Creo que a mí no me podrás perdonar. No sé… No sé… He tratado de decir muchas cosas en tu honor… He tratado de hablar de tu presencia milagrosa… He tratado de dejarte unas palabras… Y sólo queda un no sé qué que queda balbuciendo”.
También dejaba atrás el agua del Alto de Escuque el último lugar, dejó escrito, donde se deposita toda la ternura de la tierra. Allí vivían unas tías suyas y el agua que se tomaba en esa casa provenía de un manantial de la montaña muy cercano; límpido, resplandeciente como cristal, que parecía manar desde el propio Paraíso Terrenal donde se levanta el árbol de la Vida porque, ciertamente, no era un agua de este mundo. Dijo que había polvo en la montaña; que la neblina, precísamente, convertía las piedras en plantas de otro mundo; que el frailejón respira con sus hojas de llanto casi animal; que había unos venados sonámbulos y una planta llamada díctamo para alargar la vida…
Pero el liceo caraqueño lo hizo hombre de ciudad y al alcanzar renombre como escritor, Adriano González León supo que ya no volvería a tomar aquella agua; que era como si la ciudad le hubiera hecho perder la inocencia. Que armado de una espada encendida se había auto expulsado del Edén que allí se había construido. En todo caso, supo esparcir la ternura de aquella tierra y la eternidad de sus aguas no sólo sobre quienes le conocimos entonces sino sobre todos los que tuvieron ocasión de verlo, escuchar su voz, leer sus apasionados textos y deleitarse con el resplandor de su palabra. Para mí ha significado un privilegio haber sido él, más que un amigo entrañable, el admirado hermano de la familia que he elegido a lo largo de mi propia vida.
El Fermín Toro fue más que un liceo hermoso y combativo que veía venir sobre el país venezolano el oprobio del fascismo perezjimenista. Estudiar allí en los años cincuenta del pasado siglo hizo posible que germinaran en su alumnado impulsos libertarios y, en algunos, la exploración intelectual y una amplitud de pensamiento que se reafirmó cuando comenzaron a revelarse afinidades electivas y fueron surgiendo los nombres de quienes poco tiempo después iban a formar parte del grupo literario Sardio. Bastaba pronunciar un nombre en los amplios corredores del liceo: Baudelaire, Herman Hesse, Rimbaud, Matisse para que aparecieran Luis García Morales o Elisa Lerner como si los hubiesen mencionado o quedaran convocados para el bar y las cervezas de esa noche los amigos valeranos de Adriano y se le ocurriera a García Morales invitar un día a un amigo suyo también libretista y locutor en Radio Continente llamado Salvador Garmendia para que conociera al grupo que se estaba formando y luego se incorporaron Guillermo Sucre y Gonzalo Castellanos, nuestro amigo arquitecto ido tempranamente.
Fue en este Liceo caraqueño donde hicimos nuestro primer aprendizaje en el permanente combate contra todo tipo de autoritarismo o imposiciones ideológicas, políticas, intelectuales o las simplemente académicas que pudieran entremeterse abusivamente dentro de las aulas, y aprendimos ¡a cuestionarlo todo! A no aceptar la palabra de los adultos sin comprobar antes su veracidad. El Fermín Toro, como el buen liceo que era, aceleró en nosotros una disposición para el discernimiento y la confrontación. De allí las constantes huelgas que se originaban en él y más tarde en las universidades al punto que llegó a decirse que la Universidad Central de aquellos años era decididamente marxista porque era una universidad sin clases. Nos levantábamos en solidaridad con acontecimientos ocurridos en otros liceos; desafiábamos a una policía siempre dispuesta a disparar a matar y a considerar a los estudiantes como peligrosos enemigos de la sociedad y con rabia en el pecho acompañábamos hasta el Cementerio al compañero muerto ese día manifestando nuestra protesta en medio de acaloradas consignas contra los abusos e intolerancia del gobierno de turno: “¡El pueblo unido jamás será vencido!” y vehementes canciones: “Jóven Guardia, siempre en guardia…» o “Somos los hijos de Lenin..!», una estrofa que hizo exclamar a una mujer que nos vio pasar: “!Pobre padre!”
A veces, subíamos las escalinatas de El Calvario para ver al Fermín Toro desde lo alto y extasiarnos en la soledad que se adueñaba de él durante la huelga que habíamos provocado y Adriano recordaba la frase de André Bretón cuando exaltó al martiniqueño Aimé Cesaire: “!Su poesía es bella como una huelga general!”
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Siempre han pesado sobre el país los oscuros y perversos nubarrones del militarismo que tanto malestar y oprobio han causado al pensamiento y a la libertad que se requiere para expresarlo; aunque, en sentido contrario, hayan servido para impulsar y activar la conciencia civil que Adriano cultivaba ya desde aquellos tiempos iniciales del Fermín Toro y que jamás dejó de acrecentar.
Tenía, como yo, cuatro años cuando muere Juan Vicente Gómez. No padecimos él en Valera y yo en Caracas semejante oprobio pero lo sufrieron nuestros mayores. Sin embargo, nos alcanzó en plena juventud la dictadura de Marcos Pèrez Jiménez y él llegó a conocer hacia el final de su vida (2008) la autocracia del llamado socialismo del siglo XXI.
Lo que hizo Pérez Jiménez con Adriano y, desde luego, con todos los de su generación fue abominable y criminal porque obstaculizó durante diez años nuestros procesos creativos e intelectuales. Tuvimos que esperar una década y en algunos de nosotros un tiempo mayor para que unos y otros comenzáramos a producir y revelar los frutos de nuestra actividad creadora. Las ricas aunque difíciles vivencias acumuladas antes y durante el perezjimenismo tardarán años en revelarse a través de la literatura o de las artes plásticas.
Apoyándose en la tenebrosa Seguridad Nacional aquel militar que fue Pérez Jiménez, apenas un teniente coronel cuando conspira contra Isaías Medina en octubre de 1945, detuvo nuestra vida intelectual y paralizó la revelación de nuestras vivencias; desarrolló el país económico pero aterrorizó al país espiritual y cometió un crimen nefasto al impedir que fluyera el pensamiento. Cerró las puertas y cegó las ventanas; obstaculizó las esclusas de la aventura intelectual. ¡Nos convirtió en víctimas! La de Adriano, que es también la mía, fue una generación tardía.
En El día y la huella, publicado por la editorial Bidandco, Jesús Sanoja Hernández al referirse a los integrantes de Sardio y de Tabla Redonda, los dos movimientos o grupos literarios y artísticos activos en aquel momento, afirma que el mejor título para designar a estos grupos que consumen la edad del sueño en compromisos y destierros es el de la “otra generación” porque no se salvó ninguno de ellos en el momento de cruzar ese Cabo de las Tormentas que se dobla cuando se llega a los treinta años. Esa “otra generación”, dice Sanoja, ha tenido la desventaja (o la ventaja) de cuajar tardíamente, en plena adultez, en el período en que ya el autor empieza a ser material biográfico.
“En 10 años, escribió Sanoja, apenas si Adriano González León y Juan Calzadilla y a última hora Guillermo Sucre, tuvieron la oportunidad de publicar notas en el Papel Literario; modo de “aver mantenencia” más que la expresión de lo que llevaban por dentro. Los otros eran unos desterrados en el sentido radical de la palabra, o unos sepultados por el cataclismo. Rafael Cadenas, en la poesía, necesitó rebasar los treinta años y su primer libro importante se titula precísamente Cuadernos del destierro. Salvador Garmendia, en la narrativa, llegó a esa edad sin haber escrito más que libretos radiofónicos. A Zapata, nadie lo conocía. Anibal Nazoa, a quien estaba reservado escribir la novela fantástica de Venezuela, el esperpento o el grottesco de la violencia, reventó, en su estilo de humor trascendente, ya traspuesta la treintena… ¡Allí están! Pertenecen a la “otra generación”
Fueron días duros en los que la dictadura militar asesinaba en las calles a líderes democráticos como Leonardo Ruíz Pineda; torturaba en las cárceles hasta la muerte. Y a este oprobio militarista nos enfrentamos todos y siempre estuvo Adriano defendiendo el derecho a ejercer el pensamiento en libertad. Era como si reviviéramos en él la heroica dignidad de aquel Alonso Andrea de Ledesma, el anciano que montado en su caballo, vistiendo una armadura vieja y armado tan sólo de una lanza y su valor se enfrentó a los piratas ingleses que invadieron a Caracas en mayo de 1595. ¡Una imagen que Adriano siempre adoró!
Pero una vez caída la dictadura, el país democrático perdió nuevamente el equilibrio. El fervor desatado por la Revolución Cubana generó un movimiento guerrillero activo y violento que persistirá durante toda la década de los sesenta. Los años 61 y 62, escribe Juan Liscano en su Panorama de la literatura venezolana actual, “fueron de intensa agitación política de izquierda. Los intelectuales activistas ya veían el derrumbamiento del sistema democrático y el ascenso al poder de las guerrillas triunfantes. El régimen parlamentario tuvo que enfrentarse al terrorismo urbano, las guerrillas rurales y a movimientos conspirativos castrenses. El presidente Rómulo Betancourt se vio en la obligación de demostrar que un Gobierno representativo era también capaz de defenderse y ganó la partida. Pero el país quedó violentamente dividido”. Hubo, incluso, una invasión cubana en las playas de Machurucuto y el país se fracturó socialmente y sufrió la muerte de muchos jóvenes.
La policía política hacía las detenciones pero mantenía en silencio el paradero del detenido que era buscado desesperada e infructuosamente por los familiares en cárceles y hospitales. Se instauró la práctica policial llamada de los “desaparecidos” y acaso por primera vez en la memoria conyugal de los venezolanos los maridos se reportaban dócilmente a sus esposas diciendo dónde estaban y con quiénes andaban en caso de ser devorados también por la vorágine policial. La violencia se incorporó al campo del arte con el estallido de El Techo de la Ballena y particularmente con el escándalo provocado por la la exposición Homenaje a la necrofilia, del poeta y pintor Carlos Contramaestre: vísceras animales expuestas en el garage de una quinta en Sabana Grande que comenzaron a corromperse y a brotar de ellas unos gusanos repelentes. Se quería mostrar que todo estaba podrido en el país venezolano: el arte, Miraflores, la vida misma. Esta exposición encontró en Adriano un estímulo capaz de encender cualquier pradera de la imaginación contestataria: “… una muerte cotidiana, fabricada en los laboratorios policiales, asedia constantemente nuestra voluntad de elección. Y ante los gendarmes que disparan, los grandes barcos que bloquean, los hongos que se abren hacia el cielo, el pintor Carlos Contramestre se tranza por reivindicar las categorías de una forma de amar y de morir, donde cada cópula y cada hueso recuerdan, aun más allá de la vida, un acto soberano del hombre. Tripas, mortajas, untos, cierres relámpago, abestina o caucho en polvo, desparramados sobre cartones y trozos de madera, configuran un empaste violento y el cuadro deja de ser un bello objeto de coleccionista o un orgullo de museo para transformarse en una persecución ardida de la materia humana…”
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Como es propio y natural en la edad juvenil, Sardio fue una insurgencia irreverente contra el mundo político y literario de aquel momento; pero consciente, en todo caso, de la existencia e importancia de poetas como José Antonio Ramos Sucre o de prosistas de talla como Rómulo Gallegos, Mariano Picón Salas o Enrique Bernardo Nuñez, para citar sólo a algunos.
Apenas sí eramos un grupo de jóvenes enfrentado a la dictadura perezjimenista. Durante el día, sin aspavientos ni comentarios, cada uno asumía su responsabilidad cívica, de resistencia clandestina, de dura actividad política; pero en las noches nos esperaban las cervezas en el bar, las inflamadas discusiones sobre literatura, los fragmentos de textos y poemas a leer, los cadáveres exquisitos que eran como relámpagos de viva imaginación. Adriano compartía con Guillermo Sucre el liderazgo del grupo y nos enfrentábamos a la tradición literaria del país. Guillermo elevó el ensayo y la crítica literaria a alturas no conocidas hasta entonces y Adriano renovó la narrativa con Las hogueras más altas y luego con País Portátil, obras emblemáticas dentro de los procesos cumplidos por la cuentística y la novela venezolanas. Sin ninguna heroicidad como no fuese la de abrir todas las ventanas en un período difícil para la vida política del país apareció Sardio y en consecuencia la revista del mismo nombre que conoció ocho números entre los años de 1958 (mayo-junio) y mayo-junio de 1961.
No se trataba de un vulgar “compromiso político” del artista con los partidos en clandestinidad o con algún partido en particular sino la adhesión total a un irrenunciable clima de libertad creadora que, más tarde, en el movimiento dadaista de El Techo de la Ballena, encontró nuevamente a un Adriano demoledor de prejuicios y convenciones. Él impuso, en todo momento, tanto en Sardio como en El Techo de la Ballena, su presencia lúcida enfrentando tenaz y sistemáticamente todo tipo de agresiones contra el espíritu y la dignidad de la democracia.
En el Testimonio de aquel primer número de la revista se afirmaba con mirada profética que “sería vana toda postura idealista para resolver los convulsionados problemas que nos impone la polìtica. Ya ésta ha dejado de ser tabú o amenazante minotauro, para convertirse en vasto dominio de la inteligencia y del alma de los pueblos. Todos los órdenes de la vida humana reciben su influjo, para bien o para mal, pero en todo caso para determinar su destino. Ser político equivale a tanto como ser hombre. Toda indolencia es propicia a la esclavitud y a la humillación del espíritu. Quienes soslayan esta verdad olvidan que ciertas fuerzas oscuras, desencadenadas un momento dado sobre la historia, quebrantan siempre la dignidad de toda creación. Por ello es que cultura y tiranía son radicalmente incompatibles. Las dictaduras son algo más que la ciega imposición del instinto o de la codicia. Ellas surgen como la fundamental negación de la esencialidad humana y de la inteligencia”.
Y agregaba que “ante la imperiosa reconstrucción que reclama nuestro país después de la abismante década de la pasada dictadura, Sardio se declara solidario irreductible de tales principios. Creemos haber asimilado en profundidad la invalorable experiencia de los últimos años. Pero si ayer fuimos militantes y activistas en la excepcional aventura de la Resistencia nacional, hoy sólo aspiramos, sin abandonar personales compromisos civiles, a asumir actitud crítica y orientadora en medio de la vertignosa dinámica de recuperación que es actualmente la patria. No pretendemos ser políticos dirigentes, pero sí aceptar nuestra obligante condición de escritores y artistas”.
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En la vieja Universidad Central, siendo estudiante de Derecho, Adriano, con la lapidaria vehemencia que se le conoció puso en su sitio al primer comisario político fundamentalista que me tocó conocer. Se trataba de un activista del Partido Comunista venezolano que interrumpió la lectura que, antes de entrar a la clase de Derecho Romano, Adriano nos hacía de El Ser y la Nada, de Jean Paul Sartre, en la plaza Vargas del hoy Palacio de las Academias. El muchacho le aconsejaba a Adriano que tuviese “cuidado con sus lecturitas”. La tenebrosa experiencia del realismo socialista estaliniano significaba para Sardio, (y tendrá que seguir siéndolo en todo tiempo y lugar), una permanente señal de peligro por su afinidad con todo régimen despótico y autoritario. Sardio sostenía que el acto revolucionario existe y se produce en la literatura, en el acto mismo de la creación: se trataba de defender y glorificar “la revolución del lenguaje y no el lenguaje de la revolución” como reseñó Juan Liscano en su Panorama de la literatura venezolana actual. Sosteníamos, también, que al transformar la vida transformábamos la sociedad.
Aquel sujeto sectario y dogmático que creía tener una base ideológica por haber leído de prisa algún manual de Geórgui Plejánov de iniciación al comunismo murió de cáncer poco tiempo después; pero antes se le llegó a ver dentro de una patrulla policial identificando y denunciando a sus antiguos camaradas cuando atinaba a verlos en las calles de Caracas.
Adriano fue, también, uno de los primeros venezolanos en fijar posición cuando estalló el vergonzoso caso Padilla en la Cuba castrista en los inicios de los años setenta: uno de los más feroces ataques a la libertad de creación perpetrado por la revolución cubana. Heberto Padilla, (1932–2000) autor del galardonado poemario Fuera del juego, fue protestado por la Unión de Escritores de Cuba que lo consideró persona contraria al espíritu y propósito de la revolución. En marzo de 1971 es detenido y arrestado junto a su mujer luego de un recital ofrecido en la propia Unión de Escritores, donde leyó poemas de su libro Provocaciones.
Acusado por el Departamento de Seguridad del Estado de “actividades subversivas”, Padilla conoció la cárcel. El asunto trascendió y motivó las protestas de intelectuales de prestigio como Julio Cortázar, Simone de Beauvoir, Carlos Fuentes, Alberto Moravia, Octavio Paz, Juan Rulfo, Jean-Paul Sartre, Mario Vargas Llosa y muchos otros. Después, Padilla leyó en la Unión de Escritores su triste y lamentable Autocrítica y gracias a la presión internacional logró abandonar Cuba; pero dejó de ser quien era: el exilio lo aniquiló espiritualmente sin que pudiera recuperarse. Murió de un ataque al corazón desplomado en un sofá en Alabama.
Adriano expresó su repudio a la intolerancia de la Unión de Escritores Cubanos, condenó la atrocidad de censurar el pensamiento y la libertad poética y mantuvo durante toda su vida el rechazo a toda forma de iniquidad y negación de la cultura. Me complazco siempre al recordar la reunión que un grupo de escritores e intelectuales venezolanos sostuvo con Armando Hart, el entonces ministro de cultura cubano que visitaba al país venezolano. Al referirse a la frase de Fidel Castro dirigida a los escritores cubanos: “¡Pueden escribir sobre lo que quieran menos en contra de la Revolución”, el ministro, un hombre de innegable cultura, quiso justificar al Comandante asociando o identificando a la Revolución Cubana con la sagrada y protectora figura de la Madre y preguntó: ¿Ustedes escribirían en contra de sus madres? Adriano le contestó en el acto y dijo: “¡Sí, podemos escribir que nuestras madres son unas hijas de puta porque, justamente, somos escritores e inventamos nuestras propias historias!”
El autor de País Portátil se mantuvo activo en la resistencia a la dictadura perezjiimenista, alzó la voz y condenó también cada acto de los gobiernos democráticos que, a su juicio, fuese motivo de reprobación; hizo del arte y de la literatura armas de combate en los difíciles años de la insurgencia armada y se declaró en contra del realismo socialista y de los totalitarismos que han asolado a Europa, Asia, Africa y América Latina.
La propia dictadura perezjimenista a través de la Seguridad Nacional, su aterradorra policía política, impulsada por el odio hacia las manifestaciones de la cultura y para su propio ridiculez y escarnio convirtió en seres reales a los personajes de Las hogueras más altas cuando anotó los nombres de Mateo Galbán, Berto Roso, Anselmo Rueda y Dorila Márquez como enemigos del gobierno solo porque para rendirles homenaje los inscribimos como “invitados” a la fiesta que celebró la aparición de Las Hogueras… y así aparecieron en las reseñas sociales de los periódicos.
En su libro “Del rayo y de la lluvia”, ediciones Cadafe, 1981, al referirse al poeta Luis García Morales, Adriano convocó también al corazón: “Sardio fue, creo que todavía lo es, algo más que una revista y unos cuantos proyectos editoriales. Tiene que ver con un pasillo de liceo, con provincianos aventados allí desde los cuatro costados del país. Le concierne el olor de gasolina y de frutas que había por El Silencio, noches muy húmedas por las placitas Henry Clay y José Martí, con árboles y ron. Se une a lacrimógenas huelgas de protesta contra la dictadura y en algún modo complica los amigos, porque antes que la literatura se trataba de un ensayo de la vida”. Los libros giraban, se imponían, resultaban milagrosos (…) “Sardio, por encima de todo, fue una predisposición a los mitos, un invocar la maravilla a nivel familiar, un afiebrado deseo por aumentar las posibilidades del hecho vital con la imaginación y los sueños. Se fraguaron comarcas, se asumieron dolores ajenos, se fabricó toda una peripecia de creaciones en la cual se hicieron imprecisas las frontera de la realidad para dar paso a un mundo de llamas, embarcaciones, puertos, metales, artificios, juegos, borracheras y locuras. Todo ello formó la pasta doliente o jovial de mucho de nosotros…”
María Luisa Páramo entrevistó a Adriano en Madrid en 1998. En un determinado momento él se refirió al país venezolano: “Cuando llegó Colón a las costas venezolanas en el tercer viaje, hizo constar en su informe que vio pelear el agua dulce con el agua salada, añadiendo que creía que, según sus conocimientos, más adentro debía estar el Paraíso Terrenal. Hay que agradecer a Colón este exceso poético e imaginativo, pero el caso es que también la denominó «tierra de gracia» y ahí parece estar más cerca de la verdad; porque Venezuela es un país que hace de la imaginación y del humor el socorro de su miseria de rico, la miseria de no saberse encontrar, de ir dando tumbos por la historia. Claro que poco a poco el país busca su camino y se merece hallarlo. Pero hay anécdotas, como la de Juan de la Cosa trazando el mapa casi exacto de nuestras costas, que nos muestran una Venezuela mezclada con el azar y la locura. En ello está quizá lo más atrayente de mi país, en el hecho de que se mueve siempre entre esos parámetros, por eso yo lo llamé… país portátil».
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“El presidente vive gozando en su palacio/ come más que todos los nacionales juntos/ y engorda menos/ por ser elegante y traidor,/ Sus muelas están en perfectas condiciones/ no obstante, una úlcera/ le come la parte bondadosa del/ corazón/ y por eso sonríe cuando duerme”. (Fragmento de ¿Duerme Ud. Señor Presidente?)
En 1996, Caupolicán Ovalles editó la entrevista que hizo a Carlos Andrés Pérez en La Ahumada, la residencia del CAP durante su reclusión en ella, titulada “Ud. me debe esa cárcel, Conversaciones en La Ahumada” (Rayuela. Taller de ediciones. Caracas) y Carlos Andrés recordó al inicio de la larga entrevista el incidente suscitado por el poema de Ovalles ¿Duerme Ud. Señor Presidente? con Rómulo Betancourt, entonces Presidente de la República, que le valió al poeta un exilio precipitado en Bogotá y enormes dificultades a Adriano González León, quien se ocultó de la policía política porque había escrito el prólogo, un calcinante texto adicto al desafuero titulado “Investigación de las basuras” que habrá de quedar en los anales literarios como un ejemplo perfecto de incandescente desafío a la ineficacia de la palabra tradicional y a la triste invalidez de lo literario cuando arrecia la enfermedad de vivir. Un texto que revela el postulado esencial que orientó la vida personal y creadora de Adriano: el vigor y el fervor del lenguaje por encima de todas las demás apetencias u obligaciones. En este prólogo, Adriano afirma, incluso, que “existe una posibilidad fulminante que justifica el hecho de escribir. Se trata de un afilado propósito hormonal que hace trizas todas las placas aceitosas de la literatura, porque extrae su materia de los fondos viscerales, tan vilipendiados, donde estamos seguros que brota una posibilidad de resurrección”
Caupolicán escribió un libro terrible contra Rómulo Betancourt, comentó CAP a un amigo presente en aquella gloriosa entrevista. “Un libro grosero, con la irreverencia impetuosa de la juventud y el sarampión. ¡Imagínese usted! En esos tiempos, nosotros todavía dentro de aquellos patrones de solemnidad… porque hoy se ha relajado todo, no hay respeto por nada. Bueno, fue un libro tremendo, y Rómulo se llevó una arrechera porque él esas cosas no las aguantaba. Me dijo: “¡Haga preso a ese carajo!” Yo le respondí: Mire, Rómulo, este libro lo van a leer cuatro o cinco personas, no lo va a leer más nadie, y si a alguien se le ocurre exhibirlo en librerías, yo lo impido. Si lo prohibimos, vamos a darle a este libro una difusión extraordinaria”. Rómulo me contestó molesto: “No, qué carajo, esto no se puede admitir; mire, en Venezuela el presidente que se deje coger el rabo, ¡lo tumban!”. Pero CAP no cumplió la orden”.
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Mi primera visión del Adriano pre-adolescente la tuve de sus propios amigos valeranos. Estaban sentados en la plaza de Valera, ociosos, como los vitelloni de Federico Fellini, esperando que pasara alguien parecido a otro para reírse. Entonces vieron a Adriano que venía desde arriba corriendo, gritando algo que comenzaron a escuchar a medida que se acercaba. “Muchachos, gritaba, ¡Freud dice que masturbarse no es malo!’’
Significaba que aquel muchachito provinciano era ya un gran lector, ávido de conocimientos, dueño de una rara sensibilidad y un extraordinario dominio de la palabra. Nunca he vuelto a encontrar a alguien con un olfato literario tan desarrollado capaz de registrar las fallas de un texto en una simple ojeada; tampoco le escuché expresarse mal de nadie. Tenía, además, un gran sentido del humor.
En una conferencia que pronuncié en el Festival de Música ATempo sobre la Alteridad del Lenguaje recordé a Adriano por su vehemente empeño en sostener que es en el lenguaje donde se encuentra el resplandor de la Gracia. Hice alusión al lema o consigna “Renueva tu fe» que acompañó a Su Santidad Juan Pablo II durante su primera visita a Venezuela en 1985. ¡Una impactante consigna, dicho sea de paso! Todavía resuena en nuestra memoria su “¡Venezuelano, amigo, el Papa está contigo!”
Adriano aplazó entonces a uno de sus estudiantes por haber escrito Vaticano con B. ¡Con B de burro! El muchacho reclamó y Adriano le hizo ver lo grave de semejante error en un universitario. Resultaba inexplicable que jamás hubiese visto escrita la palabra Vaticano y la escribiese ahora como si se tratara de la Baticueva que sirve de refugio al Vicario de Cristo. Y Adriano se mostró inflexible.
Desesperado, el muchacho preguntó: Entonces, ¿qué hago, profe? Adriano lo miró a los ojos y le dijo: !Renueva tu B!
Este permanente apego al lenguaje y al amor hizo de él un ejemplo a seguir por las nuevas generaciones.
¡Aprendí tanto de Adriano! A saber leer y desentrañar la presencia del autor entre las páginas del libro; a descubrir los aromas y colores ocultos tras las palabras, a celebrar la aventura del pensamiento y el milagro de vivir. Me empeño cada vez más en conquistar la plenitud intelectual que Él llegó a alcanzar en vida y que continua disfrutando, estoy seguro, mientras crezca en algún páramo cercano la hierba de la eternidad.
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