En la medida que fui profundizando mis conocimientos sobre la “alimentación sana” me intoxiqué. Existen tantas corrientes de cómo debemos alimentarnos como tendencias hay en la moda o religiones en el mundo.
Entre muchas especies figuran los vegetarianos que se dividen en light y talibanes (que no comen huevos porque provienen de un animal); los fisioculturistas que le rinden culto a las proteinas; las Misses que comen atún y piña. Los más felices de todos son los gorditos que desconocen el significado de la palabra remordimiento.
Yo, que desde hace tiempo me mato haciendo ejercicios, descubrí que algo estaba haciendo mal, porque era misión imposible quitarme el caucho que se encariñó con el contorno de mi cadera, la cual detesto como si fuera un alien. Gracias a Dios existe Mayi, ella me cae a pinchazos de carboxi en el Centro de Endermología de Granya González.
De repente, la frase del periodista y entrenador físico Mario Aranaga y el estilizado fotógrafo de modas Fran Beaufrand de: “Ángela, tiene que eliminar los lácteos” hizo eco en mi. Así lo hice. ¿Cómo?. Disminuyendo gradualmente la ingesta de quesos, mantequilla, suero y sucedáneos. Una vez que decides no comer lácteos, te das cuenta que somos una cultura “lacteoholics”. A todo le ponemos queso. Cuando resistí un tequeño, supe que había logrado mi cometido.
Al rescate de mi marroncito matutino, apareció enhorabuena la despampanante Chica Regional, la misma de las vallas, quien me dio la receta de la leche de almendras, que por cierto, la hago en casa y es riquísima. ¿Sabías que la linaza y el brócoli tienen full calcio?
A un mes de lograr semejante proeza, mi digestión se ha vuelto mucho más ligera, la flatulencia dejó de ser una díscola rosa de los vientos. La ropa me queda más holgada. Pero esa no ha sido mi única hazaña.
Descubrí que los carbohidratos son tus mejores enemigos. Si bien los necesitamos porque nos dan energía y son riquísimos, hay que saberlos combinar y estar pendientes del reloj para saber hasta qué hora se permiten. Reduje las cantidades de arroz, pan, papa y pasta, porque además, después de los 30, cuando ya no se genera la hormona del crecimiento, hay que comer menos. Ahora me preparo en palanganas frondosas ensaladas y cocino full vegetales al wok o al horno.
Digo ¡retro satanás! cuando veo el azúcar refinada. Su efecto ante el abuso calórico es perverso. Por su composición química el exceso se traduce en enfermedades como diabetes y obesidad. El refresco lo tengo proscrito. Lo admito sólo en el tinto de verano.
Amo el dulce en las frutas, alimento perfecto, que requiere una mínima cantidad de energía para ser digerida y en cambio, proporciona la máxima. Se debe comer siempre con el estómago vacío, y la razón es que las frutas, en principio, no son digeridas en el estómago, sino digeridas en el intestino delgado, donde liberan sus azúcares y así nuestro cuerpo asimila sus nutrientes.
A estas alturas de mi vida, que soy como el pez que muere por la boca, he tenido que romper paradigmas y hacer una reingenieria del pensamiento para alimentarme sanamente. Nuestra cultura está en permanente complot para gente que como yo, que opta por una alimentación sana y balanceada, haga sabotaje.
Debería existir una legión de centinelas nutricionistas. Al menos uno en la cantina de cada colegio, en los comedores industriales, en las construcciones donde los obreros se alimentan con snacks de bolsa y en las calles del hambre que proliferan en nuestras ciudades.
La alimentación es un tema de Estado como lo es la salud y la educación. Yo lo vine a descubrir después de vieja junto con la practica regular de ejercicios. Hoy me siento de 15. ¿Tú? ¿Para cuándo lo piensas dejar?
Angela Oraa @angelaoraa
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