La secretaria de la Academia de Ballet en la que mi mujer Belén se desempeñaba como Maestra era una muchacha muy grata de ver, pero empañaba su simpatía la angustia de saber que un hermano suyo estaba secuestrado por la guerrilla colombiana; la misma que comandaban Tiro Fijo Marulanda o Raúl Reyes, exaltados como héroes por el caudillo bolivariano, tan amigo, a su vez, de sátrapas como Saddan Hussein, Muamar Gadafi y otros tenebrosos especimenes dictatoriales que maltratan al mundo de manera desvergonzada y cruel.
Ella era colombiana pero de descendencia alemana y el hermano gozaba de prestigio como ingeniero mecánico experto en motores de aviones. Pasaban los años y la muchacha sentía que no saber nada del hermano la estaba devorando y era evidente que el desconsuelo persistia detrás de su sonrisa. Me veía cada mañana cuando acompañaba a Belén hasta la puerta de la Academia y en su mirada podía uno descubrir las tribulaciones del hermano cautivo en las selvas colombianas.
Un día, refiriéndose a mí, escuché, sin proponérmelo, que le decía a mi mujer: ¡Él se ve bueno, Belén! queriendo significar no que lo fuese físicamente, quiero decir, que me viera macho vernáculo y sexualmente vigoroso, sino que, por el contrario, ponderaba más bien unas virtudes morales, espirituales que, en su opinión, harían de mí un esposo ideal. Todavía hoy, mi mujer y algunas sexagenarias que conozco sostienen que aquella muchacha tenía razón.
“¡Él se ve bueno!” fue lo que dijo también la sociedad civil venezolana cuando el vulgar autócrata bolivariano intentó el golpe de Estado contra un presidente demócrata electo también democráticamente y apareció en la televisión diciendo que por ahora el golpe había fracasado. “¡El se ve bueno!”. Recuerdo que, al verlo, dije: ¡es un fascista! Y Manuel Caballero fue el primero en asegurarlo en el periódico.
Castigamos a los cogollos socialdemócratas y socialcristianos; pero actuamos por impulso, como los adolescentes cuando se rebelan contra sus padres o como el propio caudillo militar cada vez que se insolenta. ¡No se actuó; no actuamos políticamente! El asunto es que no podemos seguir equivocando el paso y en octubre habrá que proceder con el corazón, sí, pero también con el cerebro. Conducirnos políticamente a conciencia de que se esta jugándo la vida futura del país. Que está en peligro la conciencia de pertenecer no a un país –que a fin de cuentas es una apreciación geográfica, un territorio–, sino a una patria. Cuando digo Patria lo hago con reserva porque han sido muchos los crímenes que se han cometido invocando su nombre.
“¡El se ve bueno!”, dijo también la sociedad civil cuando en 1908 aclamó a Juan Vicente Gómez para que la librara de los escándalos y desafueros de Cipriano Castro, sin percatarse de que al irse, Atila estaba dejando el caballo en medio de la Plaza Bolívar. Se dirá que insisto en mantener vivo el pasado; pero es que el pasado es mucho más vasto, enorme y dilatado que el estrecho presente en el que creemos vivir. Es más complejo y difícil de entender porque permanentemente vive pisándonos los talones; nos cerca y nos determina. ¡No acaba nunca! Por eso, Eugenio Montejo dijo que este país ¡no termina de enterrar a Juan Vicente Gómez!
No olvidaré a mi amigo el cineasta barinés Jesús Enrique Guédez cuando me dijo, hace una década, que ¡votaría por su coterráneo! Y anclado en el viejo Partido Comunista venezolano, al que nunca se le dieron las masas, argumentó: “¡Es nuestra última oportunidad histórica!” ¡Pero no con él! dije. ¡Es un militar! Y ya sabemos lo que nos ha ocurrido cada vez que los militares ordenan desde Miraflores como si la casa de Misia Jacinta fuese un cuartel. Además, es un militar que sojuzga a la vez que miente con excesiva frecuencia; que ofende, incluso, a las focas que justifican sus atropellos contra la Constitución y en desmedro del Tesoro; que invade fincas, encarcela a quienes nos defienden, llama ciudadanos honorables a los pistoleros que nos asesinan y encuentra apoyo, además, en algunos intelectuales. Al inaugurar en el núcleo universitario Rafael Rangel de Trujillo la Cátedra Libre de la Lengua que lleva su nombre, Rafael Cadenas recordó que “Gómez tuvo apoyo de la mayoría de los intelectuales -por cierto, talentosos todos- pues ocurre que también en personas inteligentes puede morar la estupidez”. Yo lo supe al comenzar la década de los cuarenta cuado conocí a Larry Talbot, El Hombre Lobo, y escuché a la heroina del film decir que “incluso un hombre que reza sus plegarias puede convertirse en lobo”. Años más tarde, en los predios de la danza en los que Belén es muy conocida, paso por ser “¡el señor Lobo!”
No supe más de aquella bella pero triste secretaria de la Academia de Ballet ni del destino que aguardaba a su hermano en poder de desalmados como el finado Mono Jojoy; pero desde entonces, mejor dicho: desde siempre, desconfío y abomino de los caudillos, sobre todo si son militares. ¡Pero Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez siguen todavía allí en Miraflores porque, lamentablemente, somos nosotros, los propios venezolanos, quienes los hemos puesto allí!
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En el transcurso de mi vida hay fechas, unas más destacadas que otras, que han quedado grabadas en mi memoria. Una de ellas es el 14 de diciembre de 1947. Estaba subiendo los 16 escalones de una desamparada adolescencia cuando presencié el glorioso triunfo electoral de Rómulo Gallegos, quiero decir, la primera elección directa, universal y secreta del Presidente de la República, de los senadores y diputados al Congreso Nacional así como de las municipalidades y de las asamblas legislativas de los estados. Un sufragio infrecuente en la vida política venezolana atormentada por la persistente autocracia militar. Años más tarde, sin embargo, me tocó padecer el caudillismo civil de los cogollos de Acción Democrática y de Copei con el agravante de que de los 45 presidentes que el país ha soportado desde José Antonio Páez hasta el teniente coronel Hugo Chávez, 33 han sido militares, generales la mayoría y alguno que otro teniente coronel; 8 han sido abogados; 2 médicos (Vargas y Lusinchi); 3 políticos (Ignacio Andrade, Rómulo Betancourt y Carlos Andrés Pérez) y 2 escritores (Rómulo Gallegos y Ramón J. Velásquez). Gallegos fue el primer venezolano civil en ser electo en sufragio universal.
Y junto a esa fecha que buscaba iniciar en el país y en plenitud una vida democrática estable y permanente surgió otra, dos meses después, los días 17 al 21 de febrero de 1948 cuando en ocasión de la toma de posesión de Gallegos el poeta y folklorista Juan Liscano organizó en el Nuevo Circo de Caracas la Fiesta de la Tradición que reunió y dio a conocer por primera vez la existencia de los grupos y expresiones folklóricas de todo el país. Me enteré que existía un país cultural. ¡No lo sabía! Lo supe justo cuando un presidente era elegido en democracia. Y yo tenía 16 años cuando me enteré que era ciudadano en un país que se estrenaba en la democracia; que a partir de ese momento ya tenía conciencia de pertenecer a una nación, a una patria un término que guarda relación más con el corazón que con un territorio.
Y supe en aquel momento que también debía agradecer al cine no solo que me haya invitado a explorar todos los caminos de la aventura humana, sino a Bolívar Films en aquellos años cuarenta, por haber ampliado mi personal visión del pais que soy; de la patria a la que pertenezco porque Bolívar Films para mantener sana la economía de la empresa cinematográfica filmaba la obra de gobierno de los Presidentes de Estado que luego iba a mostrar en las salas de cine de todo el país a través de sus Noticieros. Pero los camarógrafos no podían viajar por tierra porque aun no estaban trazadas las carreteras o eran cortos los trechos asfaltados o de macadam y en las carreteras de tierra el polvo y las sacudidas del camino afectaban las pesadas cámaras filmadoras.
Los camarógrafos viajaban por Aeropostal que existía desde el momento en que Eleazar López Contreras adquirió los bienes de la Compañía Francesa de Aviación. Las cámaras llegaban a Cojedes, al Territorio Delta Amacuro, al Tàchira, a Cumaná y a Ciudad Bolívar y los venezolanos, gracias al cine, gracias a Bolívar Films y a Aeropostal, vieron acaso por primera vez cómo era San Cristóbal o Cumaná y cómo hablaba y se movía la gente. Descubríamos un país que insistía afanosamente por emerger del pasado autoritario y militar y en ese sentido adoro haber sido adolescente y haber florecido en edad en otra fecha imborrable porque culturalmente la asocio con aquel febrero que nos permitió constatar que el pais venezolano podía ser libre, culto y democratico.
Muchas de las instituciones culturales que existen hoy -pero que han sido destruidas o desmanteladas por el régimen militar- nacieron a partir del 23 de enero, es decir, otra fecha imborrable dentro de la democracia. En ello tuvo que ver el Inciba, primero, y posteriormente el Conac. El nombre de Simón Alberto Consalvi brota de manera automática cada vez que se hace referencia a aquellos momentos de la vida cultural del pais. El de Juan Liscano, porque él fue en todo momento lo más cercano que yo haya conocido siendo adolescente a una conciencia lúcida de las glorias y desalientos venezolanos. Ambos contribuyeron a mantener la autonomía de criterio de los entes tutelados tanto por el Inciba como por el Conac y a evitar, en la medida de lo posible, que desde el poder político se sojuzgaran e hipotecaran las instituciones culturales.
Y alcancé también la gloria de ser uno de los fundadores de Sardio y luego de pertenecer a El Techo de la Ballena, movimientos de literatura y de artes plásticas que contribuyeron no solo a alertarnos sobre los riesgos de los sojuzgamientos y las hipotecas sino que contribuyeron el primero, Sardio, con su visión universal y el otro, el Techo de la Ballena, con su furioso dadaismo, a remover y alborotar cualquier posiblidad de letargo en la propia cultura.
Desde entonces mantengo, preservo y alimento la conciencia de ser parte del resplandor que genera la democracia y entiendo que mi obligación es defenderla de quienes en todo tiempo la han negado con brutal perversidad. Me crispo y atormento cuando me asaltan las imágenes del fascismo italiano, del nazismo en la Alemania hitleriana o de los progromos soviéticos de José Stalin, los exterminios perpetrados por la China de Mao Zedong, las atrocidades de Pol Pot en Camboya o las brutales masacres de los déspotas africanos y me aflige tener que enfrentar a diario el caracter, sensibilidad e idiosincracia del venezolano que si bien manifiesta una voluntad democrática prefiere que sea otro el que le arregle la vida y entrega generalmente su propia responsabilidad al hombre fuerte de turno, militar y autoritario.
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Fue tan estrecha mi amistad con Salvador Garmendia que llegamos a ser hermanos. Levantó una primera familia escribiendo libretos radiofónicos, es decir, radionovelas y algunos años más tarde levantó una segunda familia escribiendo telenovelas mientras se ocupaba en crear y publicar las novelas y cuentos que acrecentaron su nombre en el mundo literario continental: Los pequeños seres, Los habitantes, Memorias de Altagracia.
¡Lo que hacía era impresionante! Colocaba en la máquina de escribir una matriz en papel llamada stencil que permitia reproducir en multígrafo las copias que se requerían y directamente sobre ese stencil escribía sin detenerse varios capítulos de la radionovela, diálogos cortos, precisos, voluntaria, obligatoria y decididamente banales:
MAMÁ: ¿Llegaste Fernando?
FERNANDO: Sí mamá, ¡llegué!
y hacía acotaciones de sonido a fin de que el radioescucha pudiese visualizar las situaciones, reafirmar la acción y comprender que la madre ciega sabe que es el hijo el que está llegando: una puerta que se abre, pasos, toses, campanas. ¡Algo similar ocurría con las telenovelas! La dificultad consistía en evitar las interferencias de los distintos códigos; quiero decir, impedir que un diálogo radiofónico encontrase sitio en la telenovela o lo contrario y, desde luego, que ninguno de ellos tomara asiento en las gloriosas novelas de su quehacer literario. Significaba desdoblarse, dejar de ser para transformarse en otro mientras escribía sobre el stencil. Para decirlo de alguna manera: significaba ser el amable doctor Jeckyll y el misterioso y abominable señor Hyde. Ser, al mismo tiempo, el escritor y el escribidor; la herida y la navaja.
Una vez lo ví tan atribulado escribiendo en aquellos stenciles, ahogado en el tenebroso antagonismo de los protagonistas de Robert Louis Stevenson que le pregunté: “¿Puedo ayudarte en algo?” Salvador levantó la vista de la máquina de escribir y me miró sin esperanza alguna. Aun resuena en mi memoria la respuesta de mi amigo, uno de los novelistas más esclarecidos del país venezolano: “¡No puedes! dijo. ¡Escribir mal es muy difícil!”
Desde hace doce o trece años he intentado algunas veces separarme de mi hablar cotidiano, que no ofrece mayor mérito que el de apoyarse en una sintáxis normal sin vulgaridades ni refinamientos, para expresarme como se expresan el presidente venezolano y sus seguidores cada vez que deciden insultar y descalificar a sus adversarios y confieso que no lo logro. ¡No me sale! Me ejercito en lo que no debe hacerse y hago enormes esfuerzos; escribo algunas frases dichas por él o por quien hace las veces de Canciller, me coloco frente al espejo y trato de pronunciarlas… y es inútil. Las digo mal, con balbuceos y sin la altanería y el desprecio que otorgan el poder y la arrogancia desde el trono de un Júpiter vociferante poco dado a la lectura sistemática. (Salvador Navarrete, un médico que llegó a conocerlo bien, asegura que el Caudillo sólo lee fragmentos que trata de atar en su imaginario ideológico, que puede oscilar de un bando a otro). Pienso entonces que tal vez las frases dichas en el Alo Presidente no estuvieron bien elegidas; pero selecciono otras tan ordinarias como el lenguaje que habitualmente se utiliza en La Hojilla, ese asqueroso programa televisivo protegido desde Miraflores y amparado por la Corte o el Tribunal de Justicia y es volver sobre el mismo estupor, reiterar el mismo desamparo lingüistico; la persistencia de un lenguaje de prostíbulo alejado de lo que alguna vez se llamó la Majestad del Poder.
Comandado por su primera autoridad, el país camina hacia una alarmante pobreza de lenguaje que terminará privándolo de su herencia cultural. Un país inerme sepultado por un alud de ofensas gratuitas que se ha convertido en la manera grosera de conducir la política. Desde Miraflores se siente que emana hacia el país una gran pereza intelectual, tendencia a la vulgaridad, inclinación a despojar al idioma de su propia belleza.
Se impone entonces la necesidad urgente de tener más conciencia del lenguaje; ser menos indigentes con él; dejar de empobrecernos nosotros mismos puesto que sin lenguaje es imposible expresar ideas y sentimientos.
Sin protagonismo alguno, ofrezco simplemente la aventura del pensamiento como respuesta al autoritarismo y a la vulgaridad. La conciencia de poseer un idioma. Sugiero que para enaltecer la alta magistratura se abandone el escupitajo de la ofensa y se acepte el debate de las ideas si es que quedan algunas que pudieran rescatarse del pantano político y lingûistico en que se ahoga Miraflores. Porque practicar con crispante constancia la vulgaridad y sentirse orgulloso de hacerlo resulta para mí algo tan difícil como fue ¡escribir mal! para Salvador Garmendia.
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Para la imaginación del niño caraqueño que todavía soy, Puerto de Nutrias siempre será el lugar mítico donde ancló en el siglo 19 venezolano el prodigio de los barcos de vapor con rueda de paleta que alcanzamos a ver en Show Boat, el musical de Jerome Kern. Como si hubiesen escapado del Mississippi de Mark Twain, atracaban no en Bruzual sino en Puerto de Nutrias, en Barinas; y de ellos descendían mujeres con grandes polizones, integrantes de alguna peregrina compañía de zarzuelas aventurada más allá de Angostura y se las veia caminar por las aceras entarimadas más altas que las calles, como en los pueblos de las películas de vaqueros; calles que durante las crecidas del Apure transformaban a Puerto de Nutrias en una insólita y recóndita Venecia.
“¡Como quien viene de Nutrias..!”, decían los caraqueños en las primeras décadas del siglo veinte al referirse a todo lo que estaba signado por la lejanía. Una vez llegó a Caracas un muchacho llamado Jesús Enrique Guédez. Traía consigo la poesía y la imagen de Puerto de Nutrias en tiempo de avenidas: “… recuerdo las canoas por las calles inundadas…”. Traía la memoria de su asombrada niñez cuando vio un sismógrafo por primera vez (“los yanquis en short y con una lengua como de sismógrafo amontonaban latas de sus consumiciones por donde pasábamos descalzos”). Imágenes que iban a hacerse luego sacramentales por ser éste el título de uno de sus poemarios; y trajo también a Caracas la respuesta memorable que recibió de un tío suyo en Puerto de Nutrias cuando al invitarlo a ir al cine el hombre declinó la invitación diciendo: “¡Ya yo fui!” como si haber ido aquella primera vez fuese suficiente para cumplir con lo que creía ser una rara e irrepetible ceremonia iniciática. El tío dejó de ir al cine pero el sobrino que no es otro que Jesús Enrique Guedez a quien mencioné hace poco, Guédez que nació en Puerto de Nutrias el ocho de septiembre de 1930 y murió en Caracas el 29 de junio de 2007, no sólo continuó yendo sino que se convirtió en el padre del cine documental venezolano.
Hay siempre una primera vez que tiende luego a multiplicarse a sí misma formando el torrente de nuestras propias experiencias de vida y el caudal del espíritu y de las ensoñaciones. Hay quienes rezan durante toda una vida la misma oración del corazón llamada onomástica o monológica; ejecutan diariamente en la barra y frente al espejo los mismos ejercicios que les permitirán mostrarse gloriosamente sobre los escenarios; escuchan la misma obra musical una y mil veces; se descubren en una determinada lectura y la hacen suya por siempre y escuchan con los ojos las resonancias ocultas en los colores puestos por el pintor sobre un lienzo.
Aspiramos el aire que queda suspendido en el espacio cuando alguien a quien admiramos ha pasado por él; aprehendemos, a veces con avidez, la vida fértil y luminosa que otros han vivido y nos vamos transformando, vamos enriqueciendo el alma. Nos aferramos a la libertad porque ella es como el aire que respiramos y concentramos todas nuestras fuerzas defendiéndola cuando está en peligro, como ahora, mientras nos apoyamos en la memoria de quienes en el pasado también enfrentaron con valentía otros zarpazos del militarismo.
Hay momentos en los que Puerto de Nutrias se me antoja un lugar cercano y la imagen del tío que dijo haber ido ya al cine reaparece a mi lado cuando escucho a alguien decir ¡”Ya yo fui!” que es como decir: ¡Ya manifesté, voté, firmé! Ya grité la consigna y toqué alguna vez la cacerola a escondidas en mi habitación. ¡Ya hice lo que tenía qué hacer! Y se detiene; se autocensura; deja de participar en la marcha contra alguna nueva trastada del régimen militar tal vez por miedo físico, por temor a comprometerse, por indolencia o apatía; por no querer mirarse de frente convertido en el tío de Nutrias. Y escupe sobre su conciencia ¡Arroja su libertad al abismo!
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Este, bolivariano, es el país que no quiero; un lugar en el mundo que no me pertenece y en el que no me incluyo. No es, desde luego, el que avizoré en mis años juveniles y aspiré tener y disfrutar. Aquellos años en los que nuestra mirada estaba puesta en un futuro realmente promisor: equilibrado economicamente, capaz de irradiar un vigor muscular y una fuerte y alta contextura cultural y de pensamiento; un futuro liberado, creía yo entonces, de toda toxina ideológica, de toda barrera que impidiese a sus ciudadanos verse y admirarse y respetarse con sensatez..
Lamentablemente, aquel futuro entrevisto a los diez y seis años con Rómulo Gallegos y las danzas folklóricas de Juan Liscano no es otro, que este presente que padecemos y del que tratamos y luchamos cada uno con las fuerzas de que disponemos para convertirlo también ahora en otro futuro similar al que soñaba entonces; al que yo mismo anhelaba entonces.
No estaré para verlo crecer y fortalecerse, pero al menos viviré dentro de poco, en octubre, el comienzo de una nueva edad republicana libre de asperezas y oprobios militares; de torpezas y fracasos gubernamentales; de criminales complicidades con el narcotráfico; el nefasto e imperdonable silencio de los jueces que jamás levantaron su voz para defender a uno de los suyos, la jueza María de Lourdes Afiuni, humillada y ofendida. ¿Habrá que esperar un cambio de gobierno para que los jueces pierdan el miedo y recuerden los estudios de derecho que cursaron durante la Cuarta República? ¿Habrá que esperar que el chavismo se anule y se eclipse a sí mismo para que dejen de serlo los que han aceptado la servidumbre de ser esclavos del poder político y para que los adversarios del régimen ejerzan su magisterio con ética y mayor solidaridad? Sabrán perdonarme, pero veo a un juez afecto o no al chavismo y prefiero cojer la otra acera. ¡Dejaron sola a María de Lourdes Afiune y por eso no me merecen ningún respeto!
Al menos, el chavismo me concedió la gracia de satisfacer un viejo anhelo mío: el de ver la cara y conocer el nombre de, al menos, un general del ejército ahogado hasta el cuello en el negocio del narcotráfico. Más aun: el de un delincuente de altos vuelos disfrazado de miembro de la Corte Suprema enlodando a otros en su caída.
Veré también el inicio de una república enaltecida y democrática que volverá a ser mía aunque enfrentada a la titánica tarea de reconstruir y reedificar sus instituciones. Es decir, la difícil pero impostergable tarea de rescatar y devolvernos la extraviada conciencia de la nación que somos pero que hemos dejamos en manos de una pandilla de aventureros. Es nuestra culpa: por indecisos, indiferentes, impulsivos; por no haber sido solidarios con el país marginal, por dejar que fuese un oscuro y mediocre teniente coronel que se veía bueno quien desalojara de nuestra conciencia la tolerancia y el derecho de pertenecer. Pareciera que en el ADN del venezolano acecha la tendencia a pretender vivir alegremente y sea otro quien se ocupe de gobernarnos con mano dura y vergonzosa. ¡Tomar la tragedia con ligereza!
Si hay algo de lo que me averguenza cada vez que vuelvo la mirada hacia mi mismo y me avergonzaré hasta mi último suspiro es cuando me escucho decir lo que acostumbraba decir años atrás: “soy solidario de la marginalidad, pero la frecuento poco” y me vanagloriaba al decirlo como si estuviese pronunciando la frase más chispeante e ingeniosa. Esa es mi culpa y ha sido mi contribución al desorden y al desplome que nos abruma bajo el chavismo. ¡Haber sido indiferente! No haber enfrentado con espíritu crítico los abusos y manipulaciones de los cogollos de Acción Democrática y de Copei y los disparates de la izquierda marxista; haber vivido en aquel país ideal con el que soñaba o inventaba; pero sin contribuir efectivamente a fortalecer sus bases y ofrecerle un mejor diseño no a través del ejercicio político, puesto que no es ése mi oficio, sino a través de las revelaciones que pudo haberme aportado la conciencia de pertenecer a una nación, a una patria pero también, y sobre todo, a través de la conciencia lúcida de mi cultura en la que el Festival ATempo y la música en términos generales han ocupado un destacado lugar. Lo dijo Diógenes Rivas, su director artístico, en la presentación de la novena edición del Festival: «La permanencia de «Atempo» ha generado un espacio en el cual todo un tejido de manifestaciones que asumen contenidos insospechables, confirman la preeminencia de una interioridad y una voluntad creadora ajena a la inmediatez del espectáculo del mundo exterior, pero dispuesta a sumergirse en inquietantes enigmas, para dar una respuesta sensible, imaginaria, permanente, en la invención del evento artístico»
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No volveré a equivocarme; no repetiré la actitud insolidaria ni la altivez intelectual, egoista y vanidosa que me hizo mirar hacia otro lado, hacia un lugar que no era precisamente la Venezuela que amo. Mientras persista mi paso por este mundo me empeñaré en convertirla en aquel iluminado país con el que tanto soñaba en la edad de mi irresponsable alegría.
Palabras pronunciadas dentro del marco del Festival de Música Contemporánea ATempo.
Teatro Municipal. Chacao. Sábado 16 de julio 2007
Que bonito discurso el de Rodolfo Izaguirre. Y tiene mucha valentía al reconocer su responsabilidad de no contribuir a mejorar, desde su intachable conducta intelectual la calidad de vida de los venezolanos. Pero más allá de ello, lo importante es que como Rodolfo, la mayoría de la intelectualidad no se plegó a la barbarie militar y ello ha sido relevante, porque un gobierno sin pensamiento es infinitamente huérfano de talento y de ello carece y de allí su pobreza. Ojalá tengamos a Radolfo para rato y también para que ayude a reconstruir las bellas artes, aspecto que en estos últimos años se ha debilitado demasiado en el país. Henry Alvarez R.