En los últimos tiempos hemos estado padeciendo de múltiples calamidades naturales y humanas, que dejan a compatriotas sin sus seres más queridos o sus posesiones más valiosas. Derrumbes que se llevan casas con todo y gente; asesinatos que separan a destiempo padres de pequeñas criaturas. Es gente que va quedando desprovista de algo, que se convierten súbitamente en huérfanos de algo o de alguien. Estamos viviendo en un país en el que casi todos estamos perdiendo a alguien o algo, con demasiada frecuencia.
Pero hay otra orfandad que viene creciendo como una inmensa ola desde lo más profundo de la sociedad venezolana. Es la orfandad roja. Es toda esa gente que se enamoró de Hugo Chavez en algún momento de los últimos dieciocho años, de sus propuestas, de sus palabras, y que poco a poco –cada vez más rápidamente- ha venido perdiendo la esperanza en esa revolución que les ofreció el comandante.
Es toda esa gente que siente hoy que la revolución, en vez de avanzar hacia su destino final, avanza hacia el final de su destino; que en vez de solucionar sus problemas, los multiplica. Son millones de venezolanos los afectados. Su orfandad no proviene de ningún cataclismo natural ni económico. Es puramente el resultado de una tragedia política; el resultado de haber ilusionado a millones de seres con un modelo de sociedad que no ha funcionado nunca, en ninguna parte.
Esta orfandad es la que genera el duelo más grande que hay en el país; el más profundo, denso y peligroso, por la magnitud de las frustraciones y engaños que contiene. Es un duelo que no se podrá superar con un nuevo ejercicio de demagogia y populismo, por más ingenioso que éste sea. Es un duelo cuyo tratamiento y superación requieren de un liderazgo político y espiritual de muy alto calibre; uno que sea capaz de revelar verdades y desmontar mentiras, al tiempo que insufle mucha esperanza. Nada fácil, pero posible.
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