Supongo que debes de estar contentísimo, de forma imperceptible nos vamos acercando a esa simplificación de la ortografía por la que con tanto genio y buen umor abogaste en Zacatecas durante el 1er Congreso Internacional de la Lengua Española, allá por 1997. Y aunque tu moción de enterrar las aces (antiguas haches) rupestres todavía no se aprobó, ni tu discurso aya logrado que se supriman los adverbios terminados en mente, los proscribo en esta carta para no producirte escozor.
“Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”, decías entonces, y la Real Academia Española de la lengua no dejó que tus palabras cayeran en saco roto; como seguro ya sabes el 1o de enero de este impredecible 2012 entraron en vigor las nuevas normas. Mientras más las repaso y más intento desentrañar las razones por las cuales “se aplica la supresión del acento ortográfico en el adverbio solo y en los pronombres ese, este y aquel, cuyo uso no estará justificado ni siquiera en caso de ambigüedad”, más me va pareciendo que se logrará lo contrario de lo que tú pedías: al simplificar la gramática nos irán simplificando.
Aunque, si nos detenemos a pensarlo, quizás la fulana simplificación no resulte tan simple, porque dentro de algunos años, quién sabe si en este, cuando tengamos que escribir ecatombe, acinamiento, ambre –entre tantas otras que podría enumerar al azar– nos veamos en la obligación de aclarar: “Ambre: del castellano antiguo hambre y este del latín famen, -inis, por fames. La transformación de esta letra en ace, allá por el siglo XI, no se llegó a generalizar asta el siglo XV y ubo vacilaciones asta que Nebrija la adoptó como sonido general y corriente; aunque Don Quijote, más de un siglo después, imitando los libros caballerescos, decía: fasta, fermoso, según consta en el Diccionario gramatical y dudas del idioma de don Emilio Martínez Amador. Ambre: oy sin ace a raíz de la solicitud que el colombiano García Márquez, Premio Nobel de Literatura, iciera en el 1er Congreso Internacional de la Lengua Española, para mayor gloria de la Gramática. Amén.” Y solo luego de esa forzosa y larga aclaración estaríamos autorizados a seguir con el asunto motivo del escrito.
¡Ay, Gabo!, de solo pensar en la cantidad de papel que gastaremos en una simple carta, decreto o panfleto se me estruja el corazón. Nos quedaremos, pues, sin la ace y sin árboles. No aré, sin embargo, ningún rapapolvo a la extirpación total de ese invento nefando de los tipógrafos (¿o fue tal vez de los matemáticos?) de acentuar la conjunción disyuntiva “o” para diferenciarla del 0, pero te apuesto que será más fácil aquello del camello y el ojo de la aguja que su desaparición de nuestros textos escolares y/o oficiales y/o personales.
Sé que ubiera debido escribirte esta el mismo día en que la Nueva Gramática entró en vigor, pero mi trabajo de correctora y la presión del editor (tú sabes cómo es eso) no me dejaban tiempo ni para comer. Y ya que nombro la cuerda en la casa del aorcado (con la nuevas normas tendré menos encargos), me acuerdo que en Zacatecas también dijiste: “Además, mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas”, aseveración que nunca terminó de parecerme del todo coerente: porque si una ace más o menos, un acento más o menos no acen ninguna diferencia, ¿para qué diablos necesitabas los correctores?
También dijiste entonces “que al fin y al cabo nadie ha (¿abrás pronunciado a o ha?) de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver”; sí, en teoría eso es posible, pero aquí, y en la práctica, se muere uno de revólver y no de “revolver”, salvo que se ponga a remover contenedores pútridos e infectos y se pesque una septicemia, o a meter la cucara (es un decir) en algún guiso podrido y se pesque una bala de revólver, pero por revolver, es decir, por andar metiéndose en turbios asuntos ajenos, cosa que a los deudos del abaleado suele producirles lágrimas.
Como parte de tu argumentación en el discurso del 97 sostenías que: “La umanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. […] No: el gran derrotado es el silencio”. Y allí discrepo de nuevo contigo, aunque entienda bien lo que quisiste decir: todos podremos ablar y escribir como nos venga en gana, es decir, abremos logrado la revolución del lenguaje o, más que la revolución, abremos, por fin, realizado el sueño de los anarquistas. No estoy segura de que nada pueda extinguir “el imperio de la palabra”, salvo, claro está y como ya a sucedido con otros (incaico, romano, español, etc.), que ese imperio empiece a perder territorio palmo a palmo, letra a letra…
En la entrevista posterior que concediste, decías: “No faltan los cursis de salón o de radio y televisión que pronuncian la b y la v como labiales o labiodentales, al igual que en las otras lenguas romances”. Y ese es otro de tus logros, la Academia viene de sentenciar que “nunca más se dirá ve (uve) y doble v (uve doble). Debemos perder la costumbre de señalar a la b como b larga, grande o alta. Nunca más debemos decir v corta, ciquita o v de Venezuela”. Tú me perdonarás, pero eso de nunca más me suena inquisitorial, y lo de tener que decir “uve” me suena a cartilla de la Madre Patria, me suena a salto a atrás, a cuando los gramáticos tuvieron que inventar eso de ponerle h al uevo, h al uerfano y h al ueso (que no la llevan en latín) para que los pocos que sabían leer en esa época no pronunciaran vevo, vérfano, veso.
¡Ay, Gabo!, creo que solo la lengua ablada es capaz de tolerar torsiones, piruetas, amagos, porque al fin y al cabo siempre tendrá el recurso de las manos y del rostro para acer que nos entendamos; pero el papel no, porque al contrario de lo que sostienen algunos, el papel no lo soporta todo.
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